Hablemos de la Patria
La sanción económica y política a Repsol representa, para las luchadoras del pañuelo blanco, una victoria por demás particular. Ellas padecieron en carne propia su gran poder de lobby.
Se imaginarían las Madres de Plaza de Mayo el 30 de abril de 1977 que 35
años después el país transitaría la instancia liberadora que hoy
recorre? ¿Soñarían que un gobierno nacional y popular recuperaría para
el proyecto de desarrollo y distribución de las riquezas la empresa
petrolera de bandera? ¿Podían prever acaso que la brutal destrucción que
había comenzado el 24 de marzo llegaría hasta el extremo de ver
rematada YPF? Evidentemente, no.
Expropiar lo nuestro. Reconquistar algo tan propio y tan básico como el subsuelo nacional. Si no mediaran dos genocidios –uno físico y el otro social– se podría afirmar con asepsia e ironía qué paradójico suele ser nuestro país. Ni la dictadura creía posible alcanzar la enajenación de los recursos hidrocarburíferos. No porque no lo ansiaran, sino porque lo entendían irrealizable. Quizás, ni siquiera lo soñaban sus mandantes. La contribución de aquellos terroristas de Estado al bestial cambio en el patrón de acumulación capitalista se ciñó a la cuota de sangre necesaria para tal menester. Los genocidas aportaron la crueldad de la muerte, la tortura y el silencio más visceral. En cambio, es muy probable que sus hijos sí conocieran, aunque no en todos sus detalles, el plan maestro que la burguesía y el imperialismo se proponían con la persecución criminal sobre ellos.
La dictadura despareció a 30 mil opositores, envió al exilio a un millón y medio de argentinos, y confinó a miles en prisión, con un único propósito: disciplinar a la clase obrera para sembrar el modelo de desindustrialización, extranjerizar la economía y transferir a particulares las riquezas acuñadas durante décadas de trabajo social, que concretaron gobiernos civiles varios años después, en la desgraciada década del noventa. Hasta el año 2003, los votos fueron el exacto complemento de las botas.
Durante los primeros años del terror, las Madres no preveían que sus hijos tragados por la tierra, de la noche a la mañana, entre el silencio y la noche militar, jamás regresarían a la vida. No verlos nunca más no entraba en su cálculo de probabilidades. Desconocían el tamaño del enemigo a enfrentar. Infinidad de veces relataron cómo iban equipadas a sus marchas semanales: con una bolsita en la que llevaban ropa interior limpia y cepillo de dientes nuevo por si algún hijo o hija aparecía, tan de repente como cuando se los llevaron. Esa ingenuidad de madre, ese instinto de supervivencia, esa esperanza descalza, hambrienta, tiritando, eran sus únicas defensas contra el miedo y el horror.
Es posible imaginar, no obstante, qué habrán pensado las Madres cuando el lunes 16 de abril, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner hizo el anuncio del envío al Parlamento argentino de un proyecto de ley que establece la declaración de utilidad pública del estratégico recurso energético y la expropiación de las acciones rematadas por el Estado neoliberal.
A Hebe de Bonafini, por caso, le habrá resultado una compensación aun más íntima, acaso personal. Decenas de veces ella contó los días felices que vivió en familia, junto a su padre obrero de YPF, trabajador en la destilería de Ensenada. La felicidad relativa y simple a la que puede aspirar la clase obrera: el salario puntual, las vacaciones sencillas, los premios de fin de año para los trabajadores de esa empresa insignia del desarrollo nacional. Cuántas familias como la de Hebe. Hasta que llegó la dictadura.
Por cierto, la sanción económica y política a Repsol representa, para las luchadoras del pañuelo blanco, una victoria por demás particular. Ellas padecieron en carne propia su gran poder de lobby.
Se recuerda: en los primeros meses del año 2000, la presidenta de Madres recorrió España en gira de trabajo buscando reconocimientos académicos y aportes económicos para su naciente proyecto político-cultural, inaugurado el 6 de abril de ese año: la Universidad Popular. En diversas ciudades de ese país y prestigiosas casas de altos estudios europeas el resultado fue por demás satisfactorio. La búsqueda de apoyos no le impidió a Hebe hacer observaciones sobre la dura realidad de su patria y proferir gruesas declaraciones contra la empresa Repsol. Tildó al entonces presidente José María Aznar –del mismo partido de quien hoy está al frente del gobierno español– de fascista, y al radical De la Rúa , pocos menos que de bufón (el parecido fonético con Brufau es mera coincidencia).
Como tantas otras veces, en un gesto que las distingue en la historia, Hebe habló mal del lobo en sus propias fauces. No esperó regresar a Buenos Aires para criticar al Partido Popular, sino que lo hizo en la propia tierra española.
Los falangistas, claro, no se lo perdonaron. Cuando en octubre de ese año las Madres, al calor del creciente éxito de su Universidad, asumieron nuevos riesgos financieros y mudaron su sede original a otra mucho más grande, en España empezó una profusa campaña de prensa que pretendió vincular a los pañuelos blancos con la organización armada ETA. Nada más falso.
La secuela de la campaña, no obstante lo avieso y obvio de su sincronización, fue la prevista por sus instigadores. Los apoyos financieros cayeron, los acuerdos académicos fueron diluyéndose, y las constantes dificultades económicas y mediáticas para las Madres atravesarían a partir de entonces su ciclo más pronunciado.
El aislamiento político y el cerco informativo que siguieron a la operación de prensa fueron tales, que unos meses después la especie singular de terrorismo de Estado que signó el fin del gobierno aliancista se cobró en la hija de Hebe una víctima emblemática, muestra cabal de su nivel de violencia e impunidad: el ataque en su propio domicilio y las salvajes torturas sufridas en su cuerpo por María Alejandra Bonafini, el 25 de mayo de 2001.
A once años de aquello, el presente de las Madres es infinitamente más edificante. Su decidido apoyo a la alternativa popular abierta en la Argentina –esta uva tan bella y particular de la vid de la revolución latinoamericana–, les permite una esperanza que no tuvieron, ni por asomo, en aquel feroz abril de 1977. Por cierto, el reconocimiento se lo han ganado con el cuerpo, observación que no menoscaba en absoluto sus aportes a la subjetividad del mundo occidental.
Tras su experiencia en las luchas populares argentinas, es un profundo cambio cultural el que ha sobrevenido. Su huella excede largamente las baldosas rojas de la Plaza de Mayo. Nuestra noción de patria es la dimensión histórica, política y geográfica que crece entre el subsuelo donde reposa el petróleo, y el pañuelo blanco. Después de las Madres, jamás podrá ser igual la fascinante experiencia de la maternidad. El vínculo filial convertido en vital lazo político es, sin dudas, uno de los aportes fundamentales de los argentinos al acervo cultural de la humanidad y a la rica tradición de lucha y resistencia de la clase trabajadora mundial.
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