De las Madres a Kicillof
La épica del kirchnerismo es la juventud. Una solución nueva a un problema de la larga data, instrumentada por actores políticos que emplean recetas inesperadas. Imprevistas. Distinto en todo a lo anterior. Jóvenes funcionarios de alto rango, ubicados en puestos clave del Estado, que lo dinamizan y responden con una naturalidad, precisión y frescura que la política había extraviado entre las telarañas de la tecnicatura que dejó sembrada como peste la etapa neoliberal.
El Axel Kicillof que la sociedad democrática descubrió en su intervención ante los Senadores, resume en todo su esplendor esa diligencia y energía propias del kirchnerismo, esa corriente que abreva en la mejor tradición de las luchas populares argentinas y que se redefine a sí misma en forma permanente.
La “juventud” que protagoniza este segmento del proceso abierto en 2003 no refiere únicamente a un rasgo etario. No es sólo aquella marejada de mujeres y varones de 30, 40, 25 años que salieron a las calles en los días posteriores al triste 27 de octubre de 2010. Excede largamente a un rasgo generacional. Su aporte, su huella, ni siquiera se ciñen a la militancia territorial que crece como hongos en las ciudades más distantes, en los barrios más contiguos, lo cual ya sería mucho decir. Acá hay otra cosa. Trasvasamiento generacional en serio. Salto cualitativo, que se dice.
Un joven brillante y claro en sus explicaciones, formado en la escuela y la universidad públicas, que amalgama metódicamente conceptos e ironías. Aula y tablón. Un académico con potrero. 41 años que parecen 35. Ahí tienen a los “nenes bien de La Cámpora ”, a los “militantes rentados” y dilectos de la Presidenta , a los portadores sanos del “gen de la rebeldía”, “acomodados” en las más altas funciones estatales gracias a sus “contactos” entre los ex-setentistas. Cuando tienen que responder y justificar su gravitancia en el proyecto liberador y colectivo como no hubo otro en el país, cumplen con creces.
Porfiada en su descrédito, un periodista opositora traza un perfil del flamante subinterventor de YPF en el que relativiza su militancia en La Cámpora. “No debe su inclusión en el Gobierno a su pertenencia a la agrupación”, afirma muy suelta, decidida a no arriar ninguno de sus prejuicios. No es que La Cámpora haya dado muestras de que no es una cueva de burócratas y/o ñoquis, como afirman los que ya sabemos, sino que –¡eureka!– Kicillof no habría militado allí lo suficiente. Si no la pueden ganar, prueban con empatarla. “Basta para mí, basta para todos”, dicen cuando las evidencias demuestran sus errores de cálculo y de los otros. Se comprende: siendo que el “nieto de rabino” resulta ser un excelente cuadro político –como deben reconocer rendidos ante su deslumbrante exhibición en el Parlamento–, ¿cómo justificar, pues, la constante demonización que sostuvieron sobre la agrupación durante los últimos años, en especial estos meses inmediatamente previos?
El viceministro de economía no parece temerle a nada. No sólo a los senadores de la oposición –lo cual no sería sorprendente–, sino, esencialmente, a la circunstancia histórica: mientras defiende el proyecto de ley de recuperación de soberanía energética, seguramente el más osado de todos los que se pusieron en juego desde el año 2003, enfrentando así a espesos intereses, de gran poder de fuego material y simbólico, no se priva de criticar sagazmente los mitos cardinales de la escuela neoliberal, que despeinan al más calvo de los gurúes del mercado.
La política como una más de las actividades sociales, seguramente la más noble. Y épica. Esa imagen devuelve el espejo cuando se proyecta sobre él la repetición de la clase magistral de Kicillof en la Cámara Alta.
Como antes con Gabriel Mariotto defendiendo la Ley de Medios, y luego con Mariano Recalde replicando con racionalidad, pausada y criteriosamente a los gremios aeronáuticos que con argumentos sindicales querían boicotear la línea aérea de bandera, todos quisimos tener algo del desenfado exhibido por Axel Kicillof el martes 17, un día después del ingreso al Congreso del proyecto de expropiación. De a ratos, todos quisimos ser él. Hacernos acreedores de ese orgullo personal que habrá sentido el “marxista keynesiano” (toda una contradicción): servir a su pueblo, a su patria, desde un sitio tan protagónico. Concentrar en uno mismo todo el odio y los prejuicios de clase que los acopiadores de riqueza y poder, históricos ganadores del capitalismo argentino, depositaron sobre él. Un poco al menos.
Un gran poquito, especialmente cuando enfrentaba con gestos y palabras como estiletes, a parlamentarios de la talla (y el rostro) de un Morales, una Morandini, un Sanz, un Artaza, el imitador, que no sabía si sonreír o mirarlo concentrado, seguramente para extraer de él alguna seña o gesto particular que pudiera ridiculizar luego, situación que de momento resolvía moviendo la cabeza hacia arriba y abajo, rítmicamente, dando a entender que estaba de acuerdo. Que tal vez no entendía bien de qué se trataba, pero por las dudas estaba de acuerdo.
Así estamos en la oposición, excepto Mauricio Macri, que está peor todavía, si eso pudiera ser posible todavía.
Tener esos enemigos (Pagni, Grondona, Morales Solá, Ventura), no por los importantes que pudieran ser, sino por lo mendaz de sus argumentos, otorga identidad y cuantía a su contrincante. Uno de Clarín se asombraba de la formación de Kicillof; otro en La Nación huía despavorido ante sus definiciones sobre la “seguridad jurídica”, en defensa del “clima de negocios”. El editor fotográfico de uno de esos diarios ilustraba con la imagen en que Julio De Vido le daba un golpecito en la cara a su lugarteniente en YPF. El silencio que sobreviene se llena con la exhortación del subinterventor dirigida a Antonio Brufau: “Que vaya a hacernos juicios al CIADI, al FMI, al FBI y a la CIA si quiere; nosotros no le vamos a pagar lo que él dice que vale la compañía”.
¿Con qué argamasa que no contenga desparpajo, valentía, el altruismo de decir las verdades más justas incluso ante los auditorios más inoportunos, se puede vencer a los representantes de densos intereses que tutelan la vida social de los argentinos desde hace décadas? ¿Puede esta uva tan particular de la vid de la revolución latinoamericana prescindir de esa cualidad transgresora, provocativa, indeleble? Evidentemente, no.
Si lo sabrán ellas, las más jóvenes de todas, a sus ochenta y tantos años de edad promedio: las Madres de Plaza de Mayo.
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