Morales Solá escribe en La Nación
los mismos argumentos que refiere en TN, la señal de cable del Grupo
Clarín. Además de las obvias diferencias en el formato comunicacional,
en su programa de televisión Joaquín tiene invitados. Interlocutores que
convida a opinar para que digan por él lo mismo que piensa. Está en su
derecho. Es una forma de intervención política e ideológica, a
priori, válida. Otra podría ser convidar a quienes piensen diferente a
él, para interpelarlos y poner en discusión, de frente a sus
consumidores, ambas argumentaciones. Es una opción, a priori, mejor.
Pero para eso hay que estar seguro de los argumentos y, especialmente,
de las
convicciones, y se sabe: no hay dinero que compre la épica.
Se
desconoce, sin embargo, el margen de autonomía que el periodista, cada
vez más convertido en mero locutor, tiene para decidir sus invitados. Si
se los impone la producción del canal, o los auspiciantes
publicitarios, o ambos. Pero omitir ciertos compromisos en dinero
contante y sonante con una de las partes sobre las que está versando su
abordaje periodístico pretendidamente “independiente”, “objetivo” y
“veraz” constituye, cuanto menos, una falta ética. Del invitado, ya
sería mucho decir, y del propio conductor, sería una lesa estafa a la
buena fe a los televidentes.
Por
cierto, Repsol no necesita consejos políticos, sino lobbystas.
Referentes de cierta relevancia mediática o institucional que maniobren
por lo bajo en el mismo sentido que rezan sus solicitadas de superficie.
El capital más cuantioso reunido en una sola compañía empresaria, podrá
pagar por consultas técnicas, por precisiones geológicas, pero por
análisis de coyuntura, no. Un Antonio Brufau no va a permitir que su
empleado Fernández Alberto opere sobre él. Más bien es al revés. Lo
mismo vale para Joaquín Morales Solá. El CEO de Repsol tiene detrás al
gobierno falangista español sosteniendo sus intereses y dándole
abundante letra y guión, como para dejarse guiar por un oscuro ex
funcionario público, desempleado en busca de trabajo, como se justifica
ahora, casi al borde del llanto (o de la risotada), el ex diputado
cavallista.
Desde
luego, la derecha tiene en la política pactos de sindicación que
exceden largamente las acciones comerciales en sus emprendimientos
privados, como ocurre en Papel Prensa. Ejemplo: los contratos bajo
cuerda firmados en calidad de “consultores”, con periodistas y políticos
de dudosa legitimidad, suscriptos a cuenta y orden de la empresa más
grande del país, que el soberano gobierno argentino ha resuelto
expropiar.
Es
un mal chiste de lesa hipocresía el de Alberto Fernández cuando afirma
en los estudios de TN Pictures que el gobierno quiere callarlo. Otra vez
el mito de la censura, de la persecución a quienes piensan u opinan
distinto al gobierno, pronunciado ligeramente, a la bartola, en la señal
informativa de mayor audiencia, en horario central, bajo el amparo del
“fuero cautelar” de la Justicia , que todavía mantiene al Grupo Clarín
vergonzosamente al margen de la Ley de Medios.
Cuando
Repsol se encuentra en problemas acuden a él en bloque el Partido
Popular, Mauricio Macri y Mario Vargas Llosa, entre otros altruistas
defensores del liberalismo. No hace falta convocar de apuro a un
encuentro internacional o simposio con ínfulas académicas. Uno toca el
pito del avance estatista sobre la economía, y los otros se alistan,
casco en mano, al combate por la libre empresa. El capitalismo salvaje
pagará luego los servicios prestados con el lucro que no dejarán cesante
sus grupos más poderosos. Solidaridad de clase, que se dice. Esa
conducta tan distintiva en las clases que mantienen el poder económico, y
de la que muchas veces adolecen los distintos segmentos de las clases
subalternas, que suelen frustrar su imprescindible síntesis y unidad
por diferencias puntuales, menores.
La
derecha se aprovecha flagrantemente de esa debilidad ideológica que
aqueja a los sectores populares. Por eso, entre otras razones, ellos
tienen el poder, y los pueblos, a veces, apenas si el gobierno. No hace
mucho Joaquín Morales Solá trató de “Hugo” al secretario general de la
CGT , que inauguró en su living en los estudios de la Metro Golden TN su
desfile ante micrófonos y cámaras donde despotricó recurrentemente
contra Cristina.
Algo
de esa observación crítica sobre las debilidades que aun abrevan en el
campo popular y hacen nido en la conciencia de los trabajadores, hay en
la exhortación de la Presidenta de la Nación a alcanzar “la unidad de
todos para seguir por este camino”, defendiendo así las medidas de
“decisiones difíciles, que cambian políticas y cambian el perfil de un
país”, en alusión a la expropiación de YPF.
Y
algo de eso hay, también, al otro lado del mostrador: en el reclamo
desesperado de los voceros mediáticos de la derecha y el gran capital
trasnacional y oligárquico, hacia sus empleados en la representación
política. “Únanse, rechacen en bloque, aunque pierdan la votación
parlamentaria, la ley de expropiación; dejen sin presupuesto al
gobierno; trompeen en la cara a los diputados del oficialismo;
desacrediten la política para que deje de ser el límpido escenario donde
se disputa la historia, que ahora, para peor, protagonizan cada vez más
jóvenes”, nos dicen, a veces con similar literalidad, Mariano Grondona y
compañía. Saben que, aunque sea meramente testimonial, esa arcada
antidemocrática podrá servir en un
futuro no demasiado lejano de base de apoyo a movidas abiertamente
destituyentes y/o desestabilizadoras. La derecha siempre que estuvo
complicada recurrió a la cartuchera, pero necesitó imperiosamente de una
justificación institucional.
Sin
dudas, a los poderes públicos les cabe la demanda de mayor calidad
institucional. Es una condición indispensable del sistema de
representación: mayor compromiso democrático, ya sea escaleras arriba
del Palacio de tribunales, en las bancas legislativas y en los despachos
del Ejecutivo. La soberanía popular expresada en el voto libre, que dio
su veredicto tan sólo seis meses atrás, así lo exige. Asimismo, surge
claro: no es lo mismo el Estado que un particular. No es igual una
institución de la democracia que una empresa privada, por más grande que
fuera la factoría.
Pero
la sociedad democrática la componemos todos por igual: Estado y
sociedad civil. La dinamizamos con nuestras intervenciones diarias desde
la trinchera social que cada uno o una ocupa. Empresas y sindicatos.
Privados y públicos. Funcionarios oficiales y trabajadores.
Y
también periodistas y políticos. A estos dos últimos también les cabe
un deber democrático, un compromiso social, una responsabilidad con la
comunidad que habitan: la credibilidad. La verdad. No aspirar a la
representación, mintiendo o manipulando chapuceramente.
Algunos
encumbrados personajes están faltando groseramente a cumplir su parte
en el contrato social de este tiempo. No lo merecemos los argentinos,
pero afortunadamente hemos crecido cívica e ideológicamente lo
suficiente como para prevenirnos y curarnos en salud democrática.
Por
su parte, Clarín, en su edición de la histórica fecha en que el Senado
trata la expropiación de YPF, propone como "Tema del día" el aumento en
las consultas psicológicas por casos de narcisismo. ¿No es fino,
señora?
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