La recuperación de YPF
Resulta una chicana de bajísima calidad afirmar que la recuperación de la soberanía energética es un simple condimento del ‘relato’, como los críticos rebajan de categoría al modelo nacional y popular, institucional y democrático en marcha.
El proyecto de ley de expropiación estatal
del 51% del capital social de YPF –aún en manos de Repsol– y la
declaración de utilidad pública de esas acciones, constituyen la forma
legal elegida para alcanzar la soberanía energética, ese “imposible”,
según la sumisión que sembraron para siempre los históricos ganadores
del capitalismo argentino.
El proyecto prevé, además, un pacto de sindicación de acciones provinciales y del Estado nacional. Esto es, una cláusula según la cual ambas esferas estatales deberán votar en el mismo sentido en las sucesivas reuniones de Directorio. Igual acuerdo al de Clarín y La Nación en Papel Prensa, aunque con carga inversa. Mientras en la factoría “adquirida” con ayuda militar a la familia Graiver la componenda buscaba favorecer el interés mediato de los accionistas privados –incluso afectando la economía de la propia empresa productora de papel de diarios–, en el caso de la petrolera se busca defender el interés nacional. Preservarlo ante cualquier contingencia coyuntural.
Conjurar, incluso, la posibilidad siempre latente de que un privado compre la voluntad de un representante estatal. Alinear a Nación y provincias detrás de un mismo proyecto de país, que privilegie el bien general por sobre los sectoriales. De esto se trata cuando Cristina dice “institucionalizar el cambio”. Ese es el “blindaje” que necesitan los argentinos, y no el de los dólares ofertados a su provecho por el FMI. Teléfono para quienes se llenan la boca con la palabra federalismo y no se hacen cargo ni de sus medios de transporte.
Cierto periodista local se apura a escribir en un blog madrileño que “el Estado que va a manejar la explotación es incompetente”. La estimación es, no obstante, más piadosa que la de Carlos Pagni, publicada en La Nación el mismo día del anuncio presidencial: “No sería raro que, en pleno invierno, comience a escucharse la denuncia de una maniobra destituyente con olor a petróleo”, amenaza veladamente el biógrafo de Kicillof. Para frustrarla en pleno otoño, la presidenta dispone la inmediata intervención de la petrolera. No vaya a ser que la maniobra se adelante, y empiece esta misma semana a
escasear combustible.
Cuando los delegados estatales se presentan en la sede de la compañía, sus funcionarios privados ya no pueden impedirles la entrada, como hicieron menos de dos meses atrás. Ahora traen un decreto presidencial entre las manos. Extrañamente, aquella grosera violación a la representación soberana del Estado democrático en la empresa más grande del país no mereció el estupor mediático con que ahora se narra la toma de posesión de Julio De Vido.
Por lo demás, resulta una chicana de bajísima calidad afirmar que la recuperación de la soberanía energética es un simple condimento del “relato”, como los críticos rebajan de categoría al modelo nacional y popular, institucional y democrático en marcha. Paradójicamente, son aquellos que agitan los fantasmas de la Unión Europea, la OMC, el CIADI y las quejas de los gobiernos de México y los Estados Unidos quienes transforman en épica una medida de estricta racionalidad económica.
Con todo, existen todavía quienes cuestionan al gobierno por el eventual “capitalismo de amigos” al que recurriría para vertebrar su modelo económico. La objeción, sin embargo, no es por la condición innegablemente capitalista del modelo, sino porque no son ellos esos “amigos”. Esos interesados de siempre rumian porque sus contactos en el mostrador de la política perdieron el último turno electoral de modo contundente.
Otros, insisten en impugnarlo todo, apenas por sus formas. También su contenido. Olvidan con facilidad las virtudes de calidad institucional del oficialismo, que también las tiene. Los denunciadores seriales de “aprietes a la justicia”, ¿por qué no reparan en la ley que devolvió a la Corte Suprema su original número de cinco miembros (y no nueve, como estiró a su conveniencia Carlos Menem)? Si el kirchnerismo hubiera mantenido ese número, tendría que haber nombrado a dos aspirantes a cortesanos que faltarían. De haberlo hecho con juristas cercanos a su interpretación de la realidad, como lo habilita la Constitución, es probable que la Ley de Medios tuviera ya plena vigencia, también sobre el principal grupo multimediático, aún vergonzosamente exceptuado de cumplir la normativa. Y, sin embargo, para la ficción opositora –que aún mantiene su posición dominante debido a las bondades del fuero cautelar– es el gobierno el que apremia a la justicia.
Eso en lo formal; en lo concreto, la libertad de prensa a la Clarín permite que un comunicador de primer orden diga por televisión abierta, en horario central, un domingo bien entrada la noche, que él acepta pagar sus impuestos a pesar de que los funcionarios a cargo del Estado, que los cobran y administran, los usen para “tomar merca”. A algunos les falta calidad institucional; a otros, calidad a secas.
El carácter y la identidad popular del gobierno se definen, entre otras variables a considerar, por sus enemigos. Ese antagonismo, en vez de frustrarlo, es garantía de su rumbo. Dinamiza su experiencia.
Cuando Cristina escogió a su compañero de fórmula dijo que quería a su lado a un hombre que no vacilara ante las corporaciones. No tuvo en cuenta el prejuicio del rock, la novia linda y las motos caras, sobre el que se montan sus detractores, sino la película entera: el fin de las AFJP. Esas cuevas corporativas de densos intereses sintetizan en una aún más grande que las contiene a todas: Clarín. No se trata de un rival circunstancial o un antagonista puntual en el mercado de medios de comunicación: es el gran enemigo político a vencer. Clarín y La Nación fueron los “amigos” del capitalismo transnacional que decretó la dictadura cívico-militar, imposición que importó un genocidio físico. Ese cambio brutal en la ecuación básica de nuestra economía se pagó con sangre, destierro y prisión, y no podría haber ocurrido sin silencio cómplice, mentiras a conveniencia de quien las pagare, y turbios negocios.
Sin embargo, algunos asisten a las luchas políticas y los procesos sociohistóricos como quien frecuenta una función de cine. Creer que sólo están en juego prestigios personales y/o méritos académicos, y no el destino mediato del país que habitan, del pueblo al que pertenecen, es de una mediocridad y egoísmo demasiado grandes.
A todos ellos pareciera estar hablándoles todavía Néstor Kirchner en ese intercambio epistolar que mantuvo con el filósofo José Pablo Feinmann: “Ser intelectual no significa mostrarse diferente (…) creés que la individualidad te va a preservar. Pero no te olvides que pertenecemos a una generación que siempre creyó en las construcciones colectivas. La individualidad te pondrá en el firmamento pero sólo la construcción colectiva nos reivindicará frente a la historia. Al fin y al cabo todos somos pasantes de la historia.” Incluida Cristina. Los pueblos, no.
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