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Buenos Aires, Argentina
Buenos Aires, Argentina Demetrio Iramain nació en Buenos Aires, en mayo de 1973. Es poeta y periodista. Tiene algunos libros de poemas publicados, otros permanecen inéditos, y algunos textos suyos integran tres antologías poéticas editadas en el país. Dirigió la revista Sueños Compartidos y actualmente, ¡Ni un paso atrás!, ambas de la Asoiación Madres de Plaza de Mayo. Es columnista de Tiempo Argentino y Diario Registrado. En radio, co conduce el programa Pra frente (P’frenchi), en la AM 530, La Voz de las Madres.

Cómo lloraba esa niña, cuánto

“Escuché que unos chicos preguntaron: ‘quién parará esta lluvia’/ (…) Los muertos/ se plegaron al desafío: asesinados llegaron/ a levantar la cabeza lacerada y miraron de frente,/ requiriendo: ‘quién parará la lluvia’. Y la pregunta se generalizó/ como los temporales, empujó/ los cielos y abrió las luces del espacio”.
Francisco “Paco” Urondo. Poema “Felipe Vallese”.


¿Quién parará esta lluvia?, se preguntaba santiguándose
la mujer que vendía paraguas en la espera del cortejo.

¿Maldecía la tormenta que la hizo
parar la olla es mañana, acaso?
Y si así fuera, ¿a cuál?
¿A la del cielo, pasada por agua, o
a esa otra, toda seca, que empezaría a caer
al día siguiente, unas horas después?

Cuando la caravana fúnebre pasó,
la señora –compañera, generosa, en perjuicio propio–
le regaló un paraguas con puntitos a una niña
que lloraba sin consuelo,
mojada en partes iguales
por el cielo y sus ojos.

Y yo lo vi.
Juro que lo vi.

No era una escena de otro tiempo,
la imagen borroneada de un documental
en blanco y negro, no. 

Otra cosa era, otro momento de la historia;
mas el país es el mismo. 

Néstor iba adentro,
quietito para siempre, según se dice;
frío de muerte, como afirma el parte defunción.
El corazón tieso, más duro que
el muro de madera lustrada que lo contenía. 

Llovía.
Cómo llovía.
Cuánto.

Yo no creía, sin embargo, que
el tipo estuviera allí.
No podía creerlo.
No quería.

Yo apenas si creía en el llanto de esa niña,
niñísima,
y después más nada.

Cómo lloraba la mocosa, lejos
de cualquier pubertad siquiera.

Como esta democracia.

Y yo la vi.
Lloraba.
Tenía una rosa roja envuelta en celofán que
había comprado a dos pesos el paquete. 

Nunca un novio para que se la regale
un día, engalanado.
Nada.

Qué va a conocer el amor esa pendeja
si tenía sus partes de amar listas para usar, pero
intactas todavía;
sin estrenar, inéditas.

Como esta democracia.

Lloraba lágrimas de otros:
las de su abuela ama de casa,
eterna trabajadora en negro, ahora jubilada;
las de su padre con empleo por primera vez;
las de su mamá, madura ya, estudiante inicial
de la faculta de ciencias naturales y exactas.

Lloraba con sus propias lágrimas.
Eso.  

Nunca sus otros conocidos se parecieron
tanto a ella.
Fueron ella misma,
tanto que también fue un poco cada uno
de quienes estábamos allí,
anónimos, sin edad,
mezclados al dolor,
cosidos a él por un perno imperceptible,
empapados, mitad llanto, mitad lluvia.

¿Por qué otra cosa puede llorar
una niña en la edad del pavo,
florecida bruscamente un día
de octubre de 2010,
al sur, bien al sur?

Así se crece por aquí, mi’jita,
en estos lares de más abajo de todo.

Si es necesario, sopapos para acariciar
nos saldrán por la verruga, y piedras
de la aorta sentimental, pero
venceremos igual.

Vendrán tiempos difíciles, sí, pero
venceremos igual.

Ahora duerma, mi niña, y
no se preocupe más por nada.
Ya habrá tiempo para eso.

Juegue con sus muñecas, que
para ese sagrado derecho
–entre otros que ya comprenderá algún día–
vivió él.