El apellido Alfonsín dejó huella en nuestra cultura post dictatorial. Remitirá por siempre a lo que quisimos ser socialmente y no alcanzamos. Una manera políticamente correcta de entender la cosa pública. Democracia testimonial, diríase, que de tan buenas intenciones que anuncia y no concreta nunca, acaban siendo malas. Un voluntarismo sin voluntad.
De ahí la clara operación mediática a la que asistimos estas últimas semanas, y que consiste en imponer a Ricardo Alfonsín como la gran esperanza en la alternancia institucional que suplican a modo de rezo o mantra nuestras corporaciones, sean ellas empresarias, mediáticas, o las extrañas criaturas políticas que puedan nacer de su cruza.
Un “modelo Mujica” de gerenciamiento estatal que –precisamente– no gobierne sino que gestione; apenas si bienpensante, propio de una izquierda demasiado tenue, sobreviviente de la represión, testimonial también, que lleva hasta el paroxismo su docilidad. ¿Cómo se explica, si no, la autolimitación de los líderes más emblemáticos del Frente Amplio (el presidente entre ellos) a enjuiciar los crímenes cometidos por la dictadura militar oriental? Nótese que el límite uruguayo, fijado en la ley de caducidad, fue el primero que cruzó el kirchnerismo en 2003. En el barrio, donde no se anda con vueltas, a eso se le llama traición, o cosas peores, pero en ese fetiche democrático que han construido a su imagen, semejanza y perentoria necesidad las elites económicas y culturales de nuestros países, se le dice “consenso”. Llamativo.
No obstante, resulta paradójico que siga siendo la UCR el principal animador de nuestra oposición política. Y más aún que sea el hijo de uno que abandonó anticipadamente un gobierno, en medio de la hiperinflación de julio de 1989. Todo ello sin contar las andanzas de sus correligionarios que lo sucedieron luego: la Alianza delarruista y posteriormente Julio César Cleto Cobos, que al momento de dar por terminada su loca ambición presidencial, explicó que en honor a su centenario partido cumpliría hasta el fin del mandato con el cargo de (la carga de ser) vicepresidente –que ocupa pero no ejerce–, para demostrarle a la sociedad que el radicalismo no está condenado a siempre renunciar. Flaco favor para una estructura partidaria que quiere convencer al electorado sobre sus virtudes para gobernar.
A la derecha pura y dura que contrata all inclusive los servicios de Alfonsín (hijo), le gusta conspirar. Cuando se ve perdida, agarra la pelota y la cuelga lejos, tras los altos muros del vecino. Tira del mantel sobre la mesa así se venga toda la cristalería al piso con tal de impedir que se sirvan en ella los nuevos comensales, hasta ayer excluidos, que la distribución de la riqueza invitó a cenar para el próximo mandato. Antes, sin embargo, sondea otras variantes.
A propósito, Alfonsín (h) surgió como posibilidad presidencial –aunque remota–, tras la muerte de su padre, en el primer hervor del otoño 2009. Por entonces, todavía conservaba cierto ímpetu la figura de otro radical de baja performance, el nombrado Cobos, tras su breve fulgor senatorial de una noche sin estrellas. Pero, ley de medios, recuperación de la línea aérea de bandera y fin del sistema privado de jubilación mediante, su hado había comenzado a declinar, circunstancia que determinó la puesta a punto de este nuevo ensayo. Otra muerte reciente, la del escritor Ernesto Sábato, le dio al pálido hijo del ex presidente oriundo de Chascomús su primer acto de campaña.
Nunca como en la muerte Ricardito fue tan usuario de su apellido. Su aparición entre las conversaciones de los grandes, resulta, además, tardía. Durante el kirchner-cristinismo subyacen más los conflictos de intereses que vitalizan la democracia, que los nombres de quienes los protagonizan circunstancialmente. Requerir el favor de un apellido para ganar legitimidad y consenso parece retrógrado. Atrasa con la historia. La discusión ideológica que ha recuperado para el debate político el oficialismo tiene más raigambre que la inmediatez coyuntural. De ahí la apelación de la presidenta Cristina a institucionalizar los cambios estructurales de este tiempo, para no hacerlos depender de un puñado de personas. El oficialismo posee la ventaja de presentar candidatos sólidos en todo el país, cuya sustancia se basa, no en el marketing o la destreza de los publicistas para instalarlos, sino en la densidad del proyecto nacional que comanda en forma sostenida desde hace ocho años. Lo que se dice, un serio proyecto de desarrollo nacional como hacía muchas décadas no experimentaba la Argentina.
La oposición, cualquiera sea su variante, carece olímpicamente de esos atributos. Para peor, el oficialismo logró construir canales genuinos y consistentes de comunicación con la sociedad, que le permiten sortear las corrosivas operaciones de distorsión de sus contrincantes.
Es notable, sin embargo, el cambio de última hora en la estrategia antioficialista, que viró del PRO-peronismo al radical de un volantazo. La permuta está a tono, no sólo con las encuestas, sino esencialmente con una evidente demanda social: la continuidad del proceso socio-económico, histo-cultural y político iniciado en 2003. Aunque haciendo mímica, el poder fáctico entiende que el hijo de Alfonsín puede entonar alguna de las partes de ese repertorio de un modo más creíble que el súper millonario condenado al vecinalismo porteño.
Pero se le nota. Ricardito chorrea por el bigote. Los cabildeos con De Narváez y el apoyo decidido de un conglomerado de referentes provinciales que sintetiza la evangélica Cynthia Hotton, despeinan al más prolijo. Por cierto, es la oposición la que tiene que demostrar en qué consiste el proyecto político superador que tendría para ofrecerles a los argentinos; no así el oficialismo, que puede darse el lujo de aliarse con quién crea conveniente en pos de intereses colindantes, tácticos, de estricta actualidad, sin alterar en nada su legitimidad ni poner en duda su rumbo estratégico.
Hasta ahora, la única ventaja con que cuenta Alfonsín (h) es la insolvencia intrínseca de la otra alternativa que asomaba antes de su lanzamiento al magma de la carrera presidencial: Macri. Su única riqueza consiste en la pobreza, de forma y de fondo, de quienes sólo tienen dinero.
A la oposición le interesa la calidad institucional tanto como a Falcioni el jogo bonito. El plebiscito donde resultó triunfante el gobernador de San Juan, alineado claramente con el gobierno nacional, demuestra que el oficialismo resulta imbatible en las urnas. Y la derecha no logra redondear una respuesta. Cuando en octubre de 2006 el obispo Piña, de Misiones, se impuso a un proyecto reeleccionista similar al impulsado ahora por Gioja, el variopinto espectro opositor creyó falible al kirchnerismo. Encontró entonces un hueco discursivo sobre lo institucional por donde entrarle, y apeló desde entonces a una dudosa moral democrática para enfrentarlo. Ahora ni eso.
A los enemigos del proyecto nacional y popular apenas si les quedan vagos rastros de un ex fuego que ya no alumbra ni da calor. Ahora que hace noche en su cielo sin luna, es sol radiante lejísimo de allí, en esta democracia.
* Publicado en Tiempo Argentino, 12/5/2011
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