Sobre 678 y CNN
Y sí, somos ingenuos. Solemos creer de más. Somos confiados. Incautos
a veces. Tenemos esperanza y fe en que esta instancia liberadora que
transita nuestro pueblo desde hace nueve años, se profundice aún más.
Crezca en intensidad. Se ahonde. Altere todavía más intereses
concentrados, para distribuir utilidades entre las grandes mayorías que
vienen padeciéndolos desde hace décadas.
Fue ingenuo el kirchnerismo cuando confió en Julio Cobos la
vicepresidencia de su segundo mandato. Fuimos ingenuos con Moyano, con
Alberto Fernández, con la trama argumental empleada para comunicar la
racionalidad económica de la Resolución 125. ¿Quién nos va a negar el
derecho a serlo otra vez más y polemizar ingenuamente, como dos
inexpertos, de cara a quienes nunca asisten a nuestros debates y
reflexiones, sobre la conveniencia o no de ir con un cubo de CNN a las
manifestaciones de la derecha más rancia de la escena nacional?
Ante tanto odio del conservadurismo, tanta prepotencia mediática,
tanta inclemencia patronal, nuestra ingenuidad, extrañamente, nos
defiende. Al menos eso. Nos preserva ante las hostilidades super
procedentes del capitalismo. Ante el sistema de la crueldad y el
egoísmo, la ingenuidad es un escándalo.
Con toda la razón del mundo, las Madres de Plaza de Mayo se
manifestaron en contra de la producción de 6-7-8. Ellas nunca jamás
arriaron su pañuelo blanco. Con toda la razón del mundo, también, otros
expresaron su acuerdo. “La ética de las consecuencias”, teorizó el
filósofo Dante Palma.
Porque somos ingenuos nos clavamos puñales ante nuestros errores. No
nos permitimos el mínimo desliz. Queremos cambiar el mundo, no algunos
pocos síntomas que emerjan de él. Nos autoflagelamos delante de nuestros
enemigos, en un gesto de debilidad que en lo inmediato será
capitalizado por ellos, para ser utilizado en nuestra contra, pero que
quizás, en un futuro mucho más lejano que pasado mañana, nos beneficie y
hable por nosotros, amparándonos de quienes insistirán en combatirnos.
Algunos se burlaron de la decisión de la Presidenta de la Nación,
extendida a sus ministros y demás funcionarios de Estado, de pesificar
sus ahorros en divisa extranjera. De “ingenuo”, calificaron al
comunicador que inició la campaña pública en reclamo de tal decisión
presidencial, que la mandataria aceptó humildemente el miércoles 6 de
junio. Predicar con el ejemplo, que se dice.
Ingenuo es aquel que cree o confía sin mayor fundamento que su fe, su
convicción. La confianza generalmente excede los marcos probatorios.
Como un elefante queriendo mirar por el agujerito de la cerradura, la fe
no califica según esos fríos rigores híper racionales. Fuerza sus
límites. Los violenta. Es creer o reventar. Si la certeza se da sobre
base científica, la ingenuidad se funda en la poesía.
La pregunta es por qué aquellos que se burlan de la “ingenuidad” de
quienes creemos en el gesto presidencial, nos hablan desde un estrado de
acceso restringido, ajeno a todo, que para ser reconocido como válido
requiere el acompañamiento tácito de quienes no tenemos más remedio que
escucharlos, como si el acto de sintonizar alguna de sus 301 licencias
para operar radios y canales de televisión fuera fuente de toda
legitimidad.
El Che llevó el componente ético que debe tener toda revolución a la
categoría de formulación teórica. Escribió mucho y bien sobre los
estímulos morales que deben acompañar la construcción del socialismo. En
el caso argentino de este tiempo, algo hay de todo eso, aunque no
exactamente, claro.
Desde luego, la presidenta de la Nación no conduce una revolución
socialista. Pero debido a lo espeso de los intereses concentrados,
económicos y culturales, en la Justicia y las Fuerzas Armadas, la
Iglesia y los medios, que el kirchnerismo debió enfrentar palmo a palmo a
partir de mayo de 2003, el proceso iniciado nueve años atrás tiene,
indefectiblemente, algo de revolucionario. Ese “algo” podrá variar a
“mucho” según la simpatía con que se lo mire. Algunos pondrán el acento
en sus rupturas, otros en sus continuidades, pero difícilmente exista
quien niegue que desde la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia el
pueblo logró avances notables en sus derechos, y la democracia
emprendió, al fin, cambios trascendentales para la vida social. Lo
importante no es discutir el calificativo que penda sobre el ciclo
abierto en 2003, sino advertir sus alcances, individualizar claramente
sus enemigos, y definir nuevas síntesis ideológicas y alianzas
estratégicas que logren profundizarlo aún más.
¿Por qué el pueblo debe desconfiar del gesto de Cristina Fernández y
su exhortación a los ministros, y, en cambio, creerles acríticamente a
los comunicadores que permanentemente la hostigan? ¿No es más ingenuo,
acaso, aquel que acepta dócilmente la verdad revelada, divina, comprada
como niebla y vendida como humo, de los medios hegemónicos?
Sin espontaneidad, sin –cuanto menos– una dosis mínima de idealismo,
inocencia, candidez, difícilmente el pueblo logre alcanzar la felicidad
relativa a la que es posible aspirar bajo las gruesas cadenas que impone
el capitalismo. Tanta es la concentración de voces y dinero, que para
enfrentarla se necesita indefectiblemente grandes sumas de “ingenuidad” y
“confianza”, como califican, para tratar de doblegarla y defender con
enorme fuerza militante todo lo hasta aquí conseguido. En ese juego
andamos.
Yo no sé si esto es o no una guerra. Probablemente no lo sea, al
menos en el sentido literal del término. Pero que algo mucho más fuerte
que una simple disputa retórica, entre diferentes líneas editoriales, se
está definiendo bajo la superficie del discurso mediático, estoy
absolutamente convencido. Y eso que se está definiendo es la continuidad
o no de un proyecto de emancipación, que sintetiza consigo muchas
experiencias previas, de resistencia, rebelión, acción, reflexión,
totalmente desconocido y novedoso para nuestra historia contemporánea. Y
ahí sí, no dudar ni ser neutrales. No tenemos derecho a dejarlo pasar.
Todo tiene solución, menos el inconmensurable error de frustrarlo. Las
generaciones siguientes nos lo demandarían. Nuestra ingenuidad deberá
perder en algún momento su candor y volverse invencible, enteramente
lúcida y caliente como una confesión.
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