HACIA UNA REFORMA INTEGRAL DEL PODER JUDICIAL
El juicio y la historia
Ningún
gobierno democrático se metió con la corporación judicial. Ni el de
Cámpora, enérgico pero breve. Para la derecha, que sea enfrentada la
clara hegemonía de sus intereses corporativos en la magistratura
nacional, significa “avasallar la Justicia”, “afectar” su independencia,
“vulnerar la República”, como repiten en consignas futboleras. El
lock-out patronal de Piumato completa el cuadro. ¿También él habrá de
comparar la democratización de la Justicia con el golpe del 76? Mentira,
Carrió: la dictadura no confrontó con la corporación, no buscó quitarle
márgenes de acción. Todo lo contrario: afianzó brutalmente en su
interior a los sectores más reaccionarios, más vinculados al capital
aliado al imperialismo, que propició el golpe y se llenó los bolsillos
con el
genocidio.
A
su turno, Alfonsín dejó a la Justicia intacta y tal cual la había
heredado de los militares. El Poder Judicial de la democracia fue una
mueca sin gracia. Apenas una declaración de buenas intenciones sin
intenciones. La mano de obra calificada de la impunidad resuelta por el
poder político. Menem, ya sabemos: mayoría automática en la Corte y
jueces de la servilleta. Nazis confesos como Rodolfo Barra en el máximo
Tribunal y luego, ministro de Justicia. En suma: más de lo mismo,
potenciado por la vulgaridad y el exceso típicos del noventismo.
El
plan para transformar la Justicia es integral. Apunta a múltiples
objetivos. Desde la forma hasta el contenido. El país camina a una
reforma significativa en un Poder del Estado clave. Si por el gusto
ideológico de este cronista fuera, ojalá estuviéramos ante un “cambio de
régimen”. Se trata de una impostergable necesidad institucional, lo que
no es poco.
Asistimos
a una oportunidad histórica: dotar al Derecho de una carga que nunca
tuvo, porque el capitalismo de estas tierras jamás le concedió: situarse
en favor de los más débiles. Ubicarse al lado del pueblo. Ser
protagonizado por él. Un Derecho izquierdo. Como en el resto de
experiencias del proceso regional de
transformación, el capítulo argentino es endógeno. Surge desde las
fauces mismas de un sistema que hasta ayer nomás fue de concentración y
exclusión económica. De ahí que la reforma de la Justicia se vuelve
improrrogable. Lo que hasta ayer fue imperioso, ahora es apremiante.
Un
razonamiento muy frecuentado estos días por los analistas de la
derecha: la legitimidad del resultado electoral que fundamenta la acción
de gobierno no le da, per se, razón alguna a Cristina. Su caudal de
votos no puede ser criterio de verdad. Las mayorías también se pueden
equivocar, descubren ahora quienes por primera vez en décadas están en
minoría y en retroceso se encuentran. Sobre esa ecuación cimientan toda
su estructura argumental. Es
interesada.
En
el capitalismo el único criterio de verdad pertenece al dinero. Sólo el
capital tiene razón. Ejemplo: la libertad de prensa importa la libertad
de empresa. Y si no, “pautadependiente”, como dicen. Un multimedio muy
poderoso puede (y de hecho lo hace con éxito) resistir alevosamente la
ley, hacerlo al amparo de los jueces, y ambos justificarse en la
libertad de prensa. La libertad de prensa se convierte, entonces, en un
mito de las democracias liberales.
De
relativizar ese criterio absoluto de verdad
se trata, de cercarle el poder al dinero, de ponerle condiciones al
capital, para que la libertad de prensa sea precisamente eso: de prensa.
No necesaria (ni excluyentemente) de los accionistas de esos mega
consorcios mediáticos, que compran otros con lógica mercantil,
sometiendo las opiniones, el derecho a la información, la necesidad
humana de expresarse, a criterios de mercado que ellos dominan con
facilidad (y mucho capital).
El
Poder Judicial no estuvo a la altura de ese mandato histórico, que
excede largamente el resultado de un comicio. Desde el 2003 lo que está
en juego no es una administración política, ni una medida puntual sobre
la economía o los medios, sino un vasto proyecto de reconstrucción
nacional. En el medio
está el total arrasamiento del país. ¿O qué fueron los genocidios del
fin de la década del setenta y el que sobrevino después, a partir de
1989? ¿Cuándo van a hacerse cargo de su responsabilidad en la gran
tragedia argentina?
El
kirchnerismo demostró con creces lo conducente que resulta no achicarse
ni ante el peor de los presagios. Los argentinos tienen derecho a otra
Justicia, porque tienen derecho al otro país en plena consolidación. En
comparación con otras experiencias políticas de mismo signo, esta
reforma judicial puede parecer incluso moderada. Aquí las innovaciones
institucionales van bastante más lento que los cambios políticos,
materiales y culturales. Cada país tiene su dinámica. Venezuela, Bolivia
y Ecuador
reformaron sus constituciones a poco de empezar a andar sus
revoluciones. ¿De qué se quejan aquí, entonces?
¿Con
qué argumento liberal de decimocuarta categoría van a impugnar la
voluntad mayoritaria de un pueblo? ¿Cómo permitirles a los señores
jueces que hasta ayer nomás convalidaron todo lo que pasó en la
Argentina, que ahora juzguen con la misma vara el nuevo orden social,
político, económico y cultural que viene siendo crecientemente
legitimado en las urnas? Si la Justicia, como dijo la presidenta y
acepta la oposición, está para reestablecer el equilibrio, para poner
las cosas en su lugar, ¿dónde estuvo cuando más desordenadas estuvieron
esas cosas en este país?
Estos
días recobra especial significación aquella frase de Cristina
pronunciada en marzo de 2010, cuando la derecha montó una grosera
operación desestabilizadora tendiente a impedir que el gobierno
cancelara con recursos propios, sin pedir financiamiento externo, los
vencimientos de deuda. Entonces, la presidenta rechazó el impedimento
formal que frenaba el uso de reservas del Banco Central con dos DNU, y
dijo estar "dispuesta a enfrentar la condena de cualquier juez
circunstancial de la Argentina, pero no de la historia".
Un
triunfo cultural clave sostiene la
reforma a la Justicia: la democracia real no entra todavía en sus
marcos institucionales. Mientras la democracia avanza comprueba lo
estrecho que son sus límites. Su capacidad de transformar, transgredir
(en definitiva, democratizar) habita mucho más allá de los mecanismos
procedimentales, que suelen rascar donde no pica. Como dijo el ministro
de Justicia, el Poder Judicial es del pueblo, no de los jueces. La
historia y la soberanía política, también.
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