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Buenos Aires, Argentina
Buenos Aires, Argentina Demetrio Iramain nació en Buenos Aires, en mayo de 1973. Es poeta y periodista. Tiene algunos libros de poemas publicados, otros permanecen inéditos, y algunos textos suyos integran tres antologías poéticas editadas en el país. Dirigió la revista Sueños Compartidos y actualmente, ¡Ni un paso atrás!, ambas de la Asoiación Madres de Plaza de Mayo. Es columnista de Tiempo Argentino y Diario Registrado. En radio, co conduce el programa Pra frente (P’frenchi), en la AM 530, La Voz de las Madres.

jueves, 18 de abril de 2013

El paro patronal de piumato

Vamos a plantear que ninguno se preste para dividir fuerzas en la justicia. Nosotros les decimos a los jueces que piensan distinto, que hagan una lista y ganen la Asociación de Magistrados. Si arman otra Asociación es porque responden a las directivas del gobierno que divide todo para reinar", dijo Julio Piumato el jueves 8 de marzo, frente a Tribunales.

Parece el juez Cabral quien habla, presidente de la Asociación de Magistrados. O Lorenzetti, que presenta equivocadamente como homogénea, férreamente unida y cerrada en sí misma a una institución que atraviesa una gran discusión interna. Pero no: es el representante de los trabajadores. En esa breve línea de su discurso ya estaba comprendida toda su línea de acción y el previsible paro de 72 horas que hoy comienza en Tribunales. La medida coincide sugestivamente con el cacerolazo y es muy festejada por la derecha que resiste la transformación de la justicia: sin dudas, los trabajadores del Poder Judicial (no tanto su líder gremial) cuentan con mayor crédito social que los jueces y los políticos de la oposición.  Aquellos jueces "que piensan distinto" son quienes fueron a justicia Legítima y están de acuerdo con la democratización del Poder Judicial. "Hagan una lista y ganen la Asociación de Magistrados", quiere decir: la legitimidad entre los jueces la tienen quienes rechazan la democratización, representados por Cabral, y punto. ¿Quién te crees que sos, Gils Carbó?

Piumato piensa igual que aquellos que respondieron: "No jodan con Perón" cada vez que el kircherismo tensionó las síntesis ideológicas del PJ. Para Piumato es: "No jodan con el Poder Judicial".


Ninguno de los proyectos presentados en el Congreso altera las condiciones laborales del personal que Piumato convoca a parar desde hoy. 


Hacía rato que Piumato buscaba una razón objetiva para justificar su nuevo universo de aliados judiciales: los magistrados más conservadores. La encontró en los proyectos de ley para reformar la justicia. Por fin coinciden en él la circunstancia exterior y su más íntima voluntad ideológica y política.



El mensaje de Piumato se presenta confuso, pero es inequívoco. Les muestra a los trabajadores el lienzo rojo del ajuste, de la rebaja salarial, de "el sueldo no se toca", para que lo embistan, y una vez que bramó el toro, corre el paño y todos pasan de largo, tras lo cual esperan Momo Venegas, la Asociación de Magistrados, el duhaldismo residual, y esa imprecisa criatura, amorfa, que pueda surgir de la derecha peronista, cuyos márgenes llegan hasta Macri. 


Previsiblemente en 2015, y quizás en 2013, ese múltiple espectro opositor tenderá a unirse (desde los "chavistas" del FAP que votarían a Capriles, hasta De la Sota). Quizás así Piumato logre su tan ansiada diputación.

Al obvio comunicado de rechazo a la reforma firmado ayer por la Asociación de Magistrados le faltó un párrafo: su apoyo incondicional al paro de Piumato.


 Raro en Tribunales: un plan de lucha gremial con demasiadas garantías. 

Difícil que esta vez los jueces eleven a la oficina de personal la lista de trabajadores que se adhieran a las medidas.
HACIA UNA REFORMA INTEGRAL DEL PODER JUDICIAL

El juicio y la historia


Ningún gobierno democrático se metió con la corporación judicial. Ni el de Cámpora, enérgico pero breve. Para la derecha, que sea enfrentada la clara hegemonía de sus intereses corporativos en la magistratura nacional, significa “avasallar la Justicia”, “afectar” su independencia, “vulnerar la República”, como repiten en consignas futboleras. El lock-out patronal de Piumato completa el cuadro. ¿También él habrá de comparar la democratización de la Justicia con el golpe del 76? Mentira, Carrió: la dictadura no confrontó con la corporación, no buscó quitarle márgenes de acción. Todo lo contrario: afianzó brutalmente en su interior a los sectores más reaccionarios, más vinculados al capital aliado al imperialismo, que propició el golpe y se llenó los bolsillos con el genocidio.

A su turno, Alfonsín dejó a la Justicia intacta y tal cual la había heredado de los militares. El Poder Judicial de la democracia fue una mueca sin gracia. Apenas una declaración de buenas intenciones sin intenciones. La mano de obra calificada de la impunidad resuelta por el poder político. Menem, ya sabemos: mayoría automática en la Corte y jueces de la servilleta. Nazis confesos como Rodolfo Barra en el máximo Tribunal y luego, ministro de Justicia. En suma: más de lo mismo, potenciado por la vulgaridad y el exceso típicos del noventismo.

El plan para transformar la Justicia es integral. Apunta a múltiples objetivos. Desde la forma hasta el contenido. El país camina a una reforma significativa en un Poder del Estado clave. Si por el gusto ideológico de este cronista fuera, ojalá estuviéramos ante un “cambio de régimen”. Se trata de una impostergable necesidad institucional, lo que no es poco. 

Asistimos a una oportunidad histórica: dotar al Derecho de una carga que nunca tuvo, porque el capitalismo de estas tierras jamás le concedió: situarse en favor de los más débiles. Ubicarse al lado del pueblo. Ser protagonizado por él. Un Derecho izquierdo. Como en el resto de experiencias del proceso regional de transformación, el capítulo argentino es endógeno. Surge desde las fauces mismas de un sistema que hasta ayer nomás fue de concentración y exclusión económica. De ahí que la reforma de la Justicia se vuelve improrrogable. Lo que hasta ayer fue imperioso, ahora es apremiante.

Un razonamiento muy frecuentado estos días por los analistas de la derecha: la legitimidad del resultado electoral que fundamenta la acción de gobierno no le da, per se, razón alguna a Cristina. Su caudal de votos no puede ser criterio de verdad. Las mayorías también se pueden equivocar, descubren ahora quienes por primera vez en décadas están en minoría y en retroceso se encuentran. Sobre esa ecuación cimientan toda su estructura argumental. Es interesada.

En el capitalismo el único criterio de verdad pertenece al dinero. Sólo el capital tiene razón. Ejemplo: la libertad de prensa importa la libertad de empresa. Y si no, “pautadependiente”, como dicen. Un multimedio muy poderoso puede (y de hecho lo hace con éxito) resistir alevosamente la ley, hacerlo al amparo de los jueces, y ambos justificarse en la libertad de prensa. La libertad de prensa se convierte, entonces, en un mito de las democracias liberales.

De relativizar ese criterio absoluto de verdad se trata, de cercarle el poder al dinero, de ponerle condiciones al capital, para que la libertad de prensa sea precisamente eso: de prensa. No necesaria (ni excluyentemente) de los accionistas de esos mega consorcios mediáticos, que compran otros con lógica mercantil, sometiendo las opiniones, el derecho a la información, la necesidad humana de expresarse, a criterios de mercado que ellos dominan con facilidad (y mucho capital).

El Poder Judicial no estuvo a la altura de ese mandato histórico, que excede largamente el resultado de un comicio. Desde el 2003 lo que está en juego no es una administración política, ni una medida puntual sobre la economía o los medios, sino un vasto proyecto de reconstrucción nacional. En el medio está el total arrasamiento del país. ¿O qué fueron los genocidios del fin de la década del setenta y el que sobrevino después, a partir de 1989? ¿Cuándo van a hacerse cargo de su responsabilidad en la gran tragedia argentina?

El kirchnerismo demostró con creces lo conducente que resulta no achicarse ni ante el peor de los presagios. Los argentinos tienen derecho a otra Justicia, porque tienen derecho al otro país en plena consolidación. En comparación con otras experiencias políticas de mismo signo, esta reforma judicial puede parecer incluso moderada. Aquí las innovaciones institucionales van bastante más lento que los cambios políticos, materiales y culturales. Cada país tiene su dinámica. Venezuela, Bolivia y Ecuador reformaron sus constituciones a poco de empezar a andar sus revoluciones. ¿De qué se quejan aquí, entonces?

¿Con qué argumento liberal de decimocuarta categoría van a impugnar la voluntad mayoritaria de un pueblo? ¿Cómo permitirles a los señores jueces que hasta ayer nomás convalidaron todo lo que pasó en la Argentina, que ahora juzguen con la misma vara el nuevo orden social, político, económico y cultural que viene siendo crecientemente legitimado en las urnas? Si la Justicia, como dijo la presidenta y acepta la oposición, está para reestablecer el equilibrio, para poner las cosas en su lugar, ¿dónde estuvo cuando más desordenadas estuvieron esas cosas en este país?

Estos días recobra especial significación aquella frase de Cristina pronunciada en marzo de 2010, cuando la derecha montó una grosera operación desestabilizadora tendiente a impedir que el gobierno cancelara con recursos propios, sin pedir financiamiento externo, los vencimientos de deuda. Entonces, la presidenta rechazó el impedimento formal que frenaba el uso de reservas del Banco Central con dos DNU, y dijo estar "dispuesta a enfrentar la condena de cualquier juez circunstancial de la Argentina, pero no de la historia".

Un triunfo cultural clave sostiene la reforma a la Justicia: la democracia real no entra todavía en sus marcos institucionales. Mientras la democracia avanza comprueba lo estrecho que son sus límites. Su capacidad de transformar, transgredir (en definitiva, democratizar) habita mucho más allá de los mecanismos procedimentales, que suelen rascar donde no pica. Como dijo el ministro de Justicia, el Poder Judicial es del pueblo, no de los jueces. La historia y la soberanía política, también.

martes, 16 de abril de 2013

SOLIDARIDAD Y POLÍTICA

El yo lleno de gente



Para graficarlo exageradamente: si las Madres de Plaza de Mayo hubieran contado con un nivel más desarrollado de organización cuando en octubre de 1977 (19 meses después del golpe) comenzaron a usar sus “pecheras” (el pañal-pañuelo blanco), su heroica resistencia al terror quizás habría resultado más efectiva.

Aunque en el fondo quién lo sabe. Qué fácil es decirlo ahora. Lo que es seguro es que si volviera a ocurrir un golpe de Estado, y la burguesía aliada al imperialismo optara por una salida violenta, la experiencia histórica indica que habrá que dejarlo todo (miedos, dudas, mezquindades) y salir a la calle. Durante todo el proceso que culminó en el voto no positivo y la frustrada conversión en ley de la Resolución 125, los argentinos demostramos estar a la altura de ese mandato.

La lección de las Madres ya forma parte del acervo de las luchas populares de esta Tierra. Difícil volverla atrás tan fácilmente. Ni siquiera con una campaña tan persistente, obvia y deliberada de los comunicadores que ya sabemos, según la cual la tragedia provocada por el diluvio prueba la impericia del Estado, las miserias de los dirigentes y la insalvable distancia entre la genuina solidaridad y el aparato de la política. Distancia que no es tal, trecho que no existe.

Definitivamente, los argentinos aprendimos que la solidaridad y la política no son enemigas, ni excluyentes, sino el perfecto complemento, la exacta prolongación y única posible en una sociedad que quiere dejar atrás el individualismo y la fragmentación que la trajeron hasta aquí.

Desde luego, no es cuestión de hacer un inocuo ejercicio contrafáctico. De politizar y jerarquizar la organización se trata siempre, y más ante tantos que por estas horas las bastardean desde sus púlpitos mediáticos. O a garrotazos, como la patota platense. En momentos de gran sensibilidad social es justamente cuando más necesaria se vuelve la política. La espontánea solidaridad multiplicada por la ideología no inhibe sus resultados, los potencia.

Así como las clases dominantes ensayan todos los días nuevos y sutiles mecanismos de dominación, también deben hacerlo quienes las resisten. Si "cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores, la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan", al decir de Rodolfo Walsh. 

El discurso de la antipolítica es una manera sofisticada, penetrante y usualmente efectiva que han tenido las clases dueñas de todo para perpetuar su supremacía. Es la estrategia cultural de dominación que han adoptado a partir de los años noventa, tras la caída del Muro de Berlín. Su sistema está enfermo de cuidado.

Desde hace diez años, los argentinos venimos desaprendiendo ese falaz adiestramiento y dando cuenta de la necesidad de la política, única práctica social que podrá resolver nuestras encrucijadas materiales y culturales. Desde emparejar las cosas en la base económica y reescribir la historia, hasta auxiliar a las víctimas de una inundación con ayudas de todo tipo y factor.

Atención: por el elemental camino de rechazar la política, potenciando inadecuadamente lo que peca de ingenuo y en apariencia es desinteresado, se llega muy pronto a la degradación colectiva, al fracaso social, a la ahistoricidad. Por el contrario, el regreso de los jóvenes a la política es el mayor hecho cultural de los últimos años. Hasta el Papa Francisco lo observó en su diálogo con la presidenta. No hay altruismo más conmovedor que hacer política. Pero el manual de procedimientos de su práctica debe necesariamente abarcar la organización; caso contrario se convierte en voluntarismo. 

El desafío: armar la inocencia. Llenar el yo de gente. Las pecheras son, apenas, un símbolo de la indispensable ordenación a la que debe arribarse. Bajo circunstancias políticas muy distintas el Che lo decía de un modo visceral, aunque certero: no es suficiente estar dispuesto a morir por la revolución, también es necesario matar por ella.

Si aquel 20 de diciembre la multitud de argentinos que salió a las calles hubiera estado organizada, y se hubiera podido identificar fácilmente entre las corridas que generaban los balazos la Infantería, quizás se habrían salvado varias vidas. La única organización de ese día, aunque muy primaria, casi elemental, se alcanzó varias horas después de comenzados los hechos y cuando ya había caído la sangre de los primeros muertos: los motoqueros de SIMECA, que hacían las veces de vanguardia en los avances populares hacia la Plaza, y socorrían a los lastimados.

Cuando Darío Santillán les ordenó a sus compañeros que se fueran de la estación de tren, y se quedó él solo junto al cuerpo herido de muerte de Maximiliano Kosteki, fue ese gesto esencial de ordenamiento y organización el que evitó ese día mayores pérdidas al movimiento piquetero. La furia fría (Walsh de nuevo).

Después de tantas luchas y experiencias acumuladas, ¿cómo pedirles a los militantes que vehiculizaron la solidaridad que se inhiban de mostrar sus símbolos políticos? ¿Cómo criticarlos por exhibir sin prejuicio alguna la identidad militante que los hace estar allí? ¿Con qué argumento exigirles que desanden su grado de organización? Qué notable para nuestra democracia que existan organizaciones políticas tan dinámicas y con semejante presencia territorial, que puedan poner al servicio de la necesidad urgente de miles de argentinos su fuerza militante.

Al fin miles y miles de jóvenes que dedican su tiempo, su esfuerzo, sus tardes después del trabajo a la militancia. Triste y solitario final para un mito mediático: los pibes de La Cámpora, del Evita, de Kolina, y tantos más, no eran arribistas, ni burócratas de Estado. Saben la verdad fundamental: la política empieza en el otro, se realiza únicamente en lo colectivo, y se justifica en la acción comunitaria. Hay futuro: mientras unos hablan de la teoría de la práctica, ellos hacen la práctica de la teoría. 

La exteriorización de la identidad política y el puerto ideológico de cada militante es la manera con que crecientes segmentos de la juventud se apropian de su tiempo histórico. Para un número cada vez más elevado y consciente de jóvenes, militar es ser en el mundo. Para ellos, la política ya no es una abstracción, una construcción ajena: implica cambiar de modo concreto y palpable la realidad dada. Empieza por el que está al lado, es contigua a su propia existencia social. Buscan su libertad en el bienestar del pueblo.

Ahora es cuando: democratización del Poder Judicial

 

 

 

 

 

 

 

 

Volvió la política. En verdad nunca se había ido, pero las formas que asumió durante las últimas semanas la volvieron una ilustre desconocida por aquí. Desde la muerte de Hugo Chávez la escena nacional experimentaba una dinámica distinta. El funeral del líder bolivariano, la asunción del Papa Francisco, la sucesión de feriados y la tragedia provocada por la inundación, impusieron un impasse en la agitada vida política del país, más notable aún por cuanto el presente ejercicio corresponde a un año electoral, que será clave.


¿Quién se acordó durante estos días de la dispersión en los precios y la renovación del acuerdo de congelamiento por otros sesenta días más? Absolutamente nadie. Lo mismo con el dólar. Parece cierto, entonces, que no existe razón objetiva para que haya inflación, y menos aún para una devaluación del peso nacional, como ansían los grupos económicos vinculados a la exportación.



Una de las propuestas de la reforma judicial integral planteada por la Presidenta comprende el sistema de ingreso a la Justicia. Al lado de los demás vértices del plan transformador parece menor, casi simbólico. No es tan así. Quienes trabajan en la Justicia hacen al fondo de la cuestión. No puede haber un Poder Judicial plural, ético, si el personal que lo hace posible todos los días es una extensión de las corporaciones que la democracia quiere sacarle de encima.



Desde luego, no todos los empleados de Tribunales son hijos de la gran familia judicial. Es frecuente caer en esa errónea simplificación. Como en toda institución estatal, en la Justicia también hay contradicciones en su interior. Algunas de ellas son notorias. Evidentes. El Estado es un escenario en puja permanente entre clases antagónicas y las formas ideológicas que adquieren esas clases. También, y quizás muy especialmente, en la Justicia. De ahí, quizás, la aclaración de Cristina: “La democratización de la Justicia no implica que (…) estamos tratando de antidemocrático al sistema” sino que hay "una larga y mala historia respecto de las instituciones en general".



El encuentro en la Biblioteca Nacional, el edificante surgimiento de entre los propios actores del Poder Judicial (jueces, fiscales, defensores, empleados) de un movimiento contracíclico, cuyos miembros resisten la corporación de la que objetivamente forman parte, son prueba de esas dinámicas pujas.



Evidentemente, transparentar el ingreso de quienes desean ingresar a trabajar en Tribunales constituye un desafío en sí mismo. Sin dudas, el azar de la lotería nacional será mucho más ecuánime y justo que el largo dedo de los jueces. Pero la propuesta no debiera quedarse ahí: el régimen de ascensos continúa en manos de esos mismos magistrados, que promueven durante toda la vida laboral del personal un sistema cuasifeudal de disciplinamiento, alentado por una contingencia determinante: los judiciales carecen de convenio colectivo de trabajo. Su derecho a peticionar, a discutir lo que pasa en sus oficinas, a sentarse en igualdad de condiciones con los jueces, es muy limitado. La Corte llama por teléfono al gremio para notificarle su decisión de otorgar un aumento salarial, no para discutir con el representante de los trabajadores el índice del incremento.


Bajo esa relación macro resulta muy favorecida la tendencia casi natural de los magistrados a manejarse con absoluta discrecionalidad y sin rendir cuentas a nadie, menos que menos a su Escribiente auxiliar. Horas extras para los que no discuten nada de la autoridad, ascensos para quien nunca va a una asamblea gremial, flexibilidad en el cumplimiento de los reglamentos sólo para quienes miran para otro lado cuando el juez comete alguna arbitrariedad en los expedientes.



Con la excusa del secreto que deben guardar los empleados, y la gravedad de los temas que son insumo de trabajo en los juzgados, muchos jueces tratan a su personal como un bien propio, a su entera disposición, y no como lo que en definitiva son esos trabajadores: agentes del Poder Judicial de un estado democrático, que trasciende largamente al magistrado a cargo de la dependencia. Los trabajadores deben guardar fidelidad a la ley, a la Constitución, a la sociedad democrática que confió en ellos su última garantía; no al juez de turno.



¿Se imagina alguno a un juez o a un fiscal acosando sexualmente a su Jefa de despacho? Ocurre. En 2009 un Fiscal nacional en lo Criminal de Instrucción (Claudio Soca, ex titular de la fiscalía 46) fue destituido por un Tribunal de Enjuiciamiento de la Procuración General. Cuatro empleadas lo acusaban de agredirlas hasta límites insoportables. El sumario interno acreditó que las denuncias eran ciertas.



Ojalá las reformas permitan el ingreso a la Justicia de los hijos de las clases subalternas. Ojalá los juzgados se llenen de empleados que porten únicamente su individualidad, sus conocimientos, sus aptitudes para el cargo, y no únicamente un apellido con prosapia. Pero que también sean esos hijos del pueblo trabajador, acostumbrados a tutearse con el esfuerzo, quienes asciendan luego (y por sus propios méritos) en la pirámide escalafonaria.


Actualmente los empleados con mejor puntaje en las calificaciones anuales y más compromiso democrático no siempre son promovidos a las categorías superiores. A los cargos administrativos más altos a veces no acceden los legítimos herederos al puesto, sino “paracaidistas” que vienen de la calle, amigotes o amantes del juez de turno, sin siquiera cierta antigüedad en la Justicia. Con título, pero sin ningún apego a la función ni compromiso demostrable con la democracia y el profundo sentido de equidad que debe guiarlos en su desempeño. Ese es el per saltum que conocen los trabajadores. Extrañamente, donde más ocurre esta distorsión a la carrera judicial es en el fuero de la Corte Suprema.



A propósito de los trabajadores que serán comprendidos por la reforma, la conducción del gremio que los representa no estuvo en el acto. Julio Piumato se desinvitó solo. Hace rato que él forma parte de la más espesa oposición. Una lástima. Su horizonte de objetivos políticos se ha vuelto demasiado estrecho: ser diputado a cualquier costo. Sindicalmente persigue un único fin: conseguir lugar a la sombra de las polleras de los jueces y evitar pagar el impuesto a las ganancias. De ese modo junta fácil gente en las asambleas y puede proyectar su continuidad al frente del gremio que conduce desde hace 23 años. Los hijos de la familia judicial, históricamente hostiles a la actividad gremial, a la acción colectiva, ahora se afilian al sindicato. Está de moda. Piumato se volvió cool entre los trepadores. Hasta se hace fotografiar dándole la mano al juez Recondo un día de paro. Allá él.



No obstante, en el acto en que Cristina anunció los proyectos de ley a ser enviados al Parlamento sí se dejaron ver militantes de la U.E.J.N. que discrepan con la mesa directiva: comisiones internas, militantes sueltos, y hasta regionales que le ganaron la conducción al oficialismo, como la Seccional N º 2, de la Capital Federal. Su tarea militante en los pasillos de los juzgados crece exponencialmente y en proporción inversa a los desatinos del Secretario general. Ellos son ahora los herederos de la histórica demanda de un gremio que tiene casi dos decenas de trabajadores desaparecidos: convertirse en la última garantía de legalidad de un pueblo que casi nunca acude a los tribunales a buscar Justicia, sino que es llevado a ellos por una selectividad ajena, esquiva, y que desde hace una década está queriendo cambiar desde la raíz. Quizás ahora sí es cuando.