asunto: justicia y democracia
Tienes un email, Lorenzetti
Evidentemente, el recambio de la impresentable mayoría automática por jueces intachables, probos, de gran capacidad técnica, no fue suficiente.
Atrasa tanto el Poder Judicial, que en la justicia este flamante 2013 parece ese cielo en la tierra que se vivió entre diciembre de 2001 y hasta marzo de 2002.
Estado asambleario permanente aunque inorgánico, discusión plena en desayunos interminables, participación pura, genuina; un idealismo a prueba de balas y desilusiones. Quizás perturbado por los chiflidos que coronaron su intervención en la Biblioteca Nacional, Julio Piumato, secretario general de la UEJN, ya no estimula como otrora un debate que debiera ser constitutivo para un gremio de trabajadores judiciales. Su única preocupación pareciera ser seguir bajo las polleras de los jueces y zafar de pagar ganancias. Una verdadera lástima.
Durante los meses inmediatamente posteriores a la abrupta salida de Fernando De la Rúa, la Plaza Lavalle se colmaba semanalmente de manifestantes que se trasladaban hasta los pies del Palacio de la calle Talcahuano para reclamar el juicio político a la Corte y exigir la llegada a la Justicia del viento fresco que empezaba a soplar en el país. Como las marchas semanales de las Madres, como el 20 de diciembre –que también cayó jueves–, ese fue el día elegido por miles de ciudadanos para increpar a la banda comandada por Julio Nazareno, y que tenía su guarida en el 4º piso de Tribunales.
Once años pasaron para que ese viento de renovados bríos termine de abrir las crujientes ventanas y vuele por los aires los últimos vestigios de una Justicia sombría, atada históricamente con pernos a los intereses de las corporaciones más poderosas. Evidentemente, el recambio de la impresentable mayoría automática por jueces intachables, probos, de gran capacidad técnica, no fue suficiente.
Resulta edificante caminar estos días por entre los pasillos de los juzgados, escuchar los diálogos en la cola de los ascensores, y comprobar cómo resisten algunos y cuánto están dispuestos otros a redoblar el ansia de democratizar la Justicia. Mucho resta hacer todavía para que en Tribunales suceda lo mismo que sucedió en el país a partir del 25 de mayo de 2003: un proceso crecientemente democrático y emancipador, complejo y contradictorio, que vino a caballo de aquella rebelión de 2001. Los cambios se expresan primero en la base material, y luego toman forma en la conciencia social. Pero los unos van acercándose a la otra, inexorablemente.
En su discurso ante la Asamblea Legislativa, la presidenta señaló que los golpes de Estado se salteaban al Poder Judicial. “La Justicia nunca se modificó. Acá se echaron gobernadores, se encarcelaron gobernadores y presidentes y se cerró este Parlamento, pero la Justicia nunca fue tocada”, dijo. Tenía razón Cristina. Alguna vez Stella Maris Martínez dedujo que si la Justicia hubiera tenido otro comportamiento durante el Terrorismo de Estado, seguramente habría muchos más jueces y empleados desaparecidos, cesanteados, encarcelados, pero el tamaño del genocidio y la herida que provocó en el cuerpo social serían infinitamente menores.
El problema, no obstante, es doblemente grave. Cuando en 1983 se reinició la etapa constitucional (no decimos “democracia” porque ese estado pleno y vital del sistema de representación se alcanzó recién veinte años más tarde), el Poder Judicial heredado de la dictadura se mantuvo intacto, a partir de entonces bajo preceptos constitucionales. El 90% de los jueces fue confirmado por el alfonsinismo. Y no es una cuestión de cantidad o de apellidos que se repiten, sino de calidad del servicio de Justicia. Salvo honrosas excepciones –que las hubo, la de Raúl Zaffaroni entre ellas–, a los demás magistrados que aceptaron jurar por los estatutos del golpe no les resultó contradictorio hacerlo por el Preámbulo que citaba Alfonsín en sus discursos de campaña. Tal reciprocidad permitió sin necesidad de altercado alguno la impunidad para los genocidas ordenada por el poder político.
De ahí a las franquicias impositivas hay un solo paso. Y no hablamos únicamente del impuesto a las ganancias, sino de una práctica propia de la matriz del privilegio. En julio de 2001, cuando De la Rúa decidió descontarles el 13% a los jubilados y a los trabajadores del Estado, la Corte Suprema decidió que el recorte era inaplicable en su ámbito. Dejó ver que la poda era inconstitucional, aunque permitió su aplicación para el resto de los estatales, no así en la Justicia. Recién falló contra el decreto de ajuste en los ingresos cuando De la Rúa ya no era presidente, y ordenó la devolución, aunque con bonos, de un dinero que los jueces nunca habían dejado de percibir en efectivo.
Como dijo la presidenta, el impacto fiscal del pago de ganancias por los jueces es insignificante. Pero su consecuencia simbólica es definitoria, trascendental. Hace al fondo de la cuestión, a la aptitud de la democracia. La discusión sobre si el salario debe ser considerado ganancia y no apenas la paga indispensable que permite al patrón reproducir la fuerza de trabajo que genera su riqueza, es posterior a una condición siempre primera: la igualdad ante la ley. El Km. 0 del sistema debe ser que a todos los ciudadanos les quepan los mismos derechos y tengan iguales deberes y obligaciones. Sólo así se podrá acotar, dentro de lo posible, el espeso marco de desigualdad e inequidad intrínseco a toda sociedad de clases.
Desde luego, la fisura que abrió el encuentro en la Biblioteca no expresó sólo el enojo social ante las prerrogativas fiscales de los jueces, sobre el que, además, la mayoría de la Corte ya dejó trascender su acuerdo. Las diferencias con la derecha judicial son más pronunciadas que un descuento a fin de mes igual para magistrados y para trabajadores por encima del mínimo no imponible. Lo que está en juego es el sentido de la Justicia en una democracia que quiere alcanzar altos estándares de participación ciudadana, creciente equidad social, y supremacía del Estado y el interés general por sobre los particulares, también los más poderosos.
A Lorenzetti le entró un mail. Son los magistrados de la corporación que preguntan de qué lado ha de situarse, finalmente, el presidente de la Corte: la Democracia o los privilegios. La “independencia” o el “atropello”, al decir del diario La Nación. En cualquier caso, no fue sólo el gobierno quien llevó las cosas a semejante disyuntiva, tan irreductible e imposible ya de volver a dividir. ¿Existirá un método más legítimo y soberano que la voluntad popular para saldarla? En democracia, al menos, no.
Estado asambleario permanente aunque inorgánico, discusión plena en desayunos interminables, participación pura, genuina; un idealismo a prueba de balas y desilusiones. Quizás perturbado por los chiflidos que coronaron su intervención en la Biblioteca Nacional, Julio Piumato, secretario general de la UEJN, ya no estimula como otrora un debate que debiera ser constitutivo para un gremio de trabajadores judiciales. Su única preocupación pareciera ser seguir bajo las polleras de los jueces y zafar de pagar ganancias. Una verdadera lástima.
Durante los meses inmediatamente posteriores a la abrupta salida de Fernando De la Rúa, la Plaza Lavalle se colmaba semanalmente de manifestantes que se trasladaban hasta los pies del Palacio de la calle Talcahuano para reclamar el juicio político a la Corte y exigir la llegada a la Justicia del viento fresco que empezaba a soplar en el país. Como las marchas semanales de las Madres, como el 20 de diciembre –que también cayó jueves–, ese fue el día elegido por miles de ciudadanos para increpar a la banda comandada por Julio Nazareno, y que tenía su guarida en el 4º piso de Tribunales.
Once años pasaron para que ese viento de renovados bríos termine de abrir las crujientes ventanas y vuele por los aires los últimos vestigios de una Justicia sombría, atada históricamente con pernos a los intereses de las corporaciones más poderosas. Evidentemente, el recambio de la impresentable mayoría automática por jueces intachables, probos, de gran capacidad técnica, no fue suficiente.
Resulta edificante caminar estos días por entre los pasillos de los juzgados, escuchar los diálogos en la cola de los ascensores, y comprobar cómo resisten algunos y cuánto están dispuestos otros a redoblar el ansia de democratizar la Justicia. Mucho resta hacer todavía para que en Tribunales suceda lo mismo que sucedió en el país a partir del 25 de mayo de 2003: un proceso crecientemente democrático y emancipador, complejo y contradictorio, que vino a caballo de aquella rebelión de 2001. Los cambios se expresan primero en la base material, y luego toman forma en la conciencia social. Pero los unos van acercándose a la otra, inexorablemente.
En su discurso ante la Asamblea Legislativa, la presidenta señaló que los golpes de Estado se salteaban al Poder Judicial. “La Justicia nunca se modificó. Acá se echaron gobernadores, se encarcelaron gobernadores y presidentes y se cerró este Parlamento, pero la Justicia nunca fue tocada”, dijo. Tenía razón Cristina. Alguna vez Stella Maris Martínez dedujo que si la Justicia hubiera tenido otro comportamiento durante el Terrorismo de Estado, seguramente habría muchos más jueces y empleados desaparecidos, cesanteados, encarcelados, pero el tamaño del genocidio y la herida que provocó en el cuerpo social serían infinitamente menores.
El problema, no obstante, es doblemente grave. Cuando en 1983 se reinició la etapa constitucional (no decimos “democracia” porque ese estado pleno y vital del sistema de representación se alcanzó recién veinte años más tarde), el Poder Judicial heredado de la dictadura se mantuvo intacto, a partir de entonces bajo preceptos constitucionales. El 90% de los jueces fue confirmado por el alfonsinismo. Y no es una cuestión de cantidad o de apellidos que se repiten, sino de calidad del servicio de Justicia. Salvo honrosas excepciones –que las hubo, la de Raúl Zaffaroni entre ellas–, a los demás magistrados que aceptaron jurar por los estatutos del golpe no les resultó contradictorio hacerlo por el Preámbulo que citaba Alfonsín en sus discursos de campaña. Tal reciprocidad permitió sin necesidad de altercado alguno la impunidad para los genocidas ordenada por el poder político.
De ahí a las franquicias impositivas hay un solo paso. Y no hablamos únicamente del impuesto a las ganancias, sino de una práctica propia de la matriz del privilegio. En julio de 2001, cuando De la Rúa decidió descontarles el 13% a los jubilados y a los trabajadores del Estado, la Corte Suprema decidió que el recorte era inaplicable en su ámbito. Dejó ver que la poda era inconstitucional, aunque permitió su aplicación para el resto de los estatales, no así en la Justicia. Recién falló contra el decreto de ajuste en los ingresos cuando De la Rúa ya no era presidente, y ordenó la devolución, aunque con bonos, de un dinero que los jueces nunca habían dejado de percibir en efectivo.
Como dijo la presidenta, el impacto fiscal del pago de ganancias por los jueces es insignificante. Pero su consecuencia simbólica es definitoria, trascendental. Hace al fondo de la cuestión, a la aptitud de la democracia. La discusión sobre si el salario debe ser considerado ganancia y no apenas la paga indispensable que permite al patrón reproducir la fuerza de trabajo que genera su riqueza, es posterior a una condición siempre primera: la igualdad ante la ley. El Km. 0 del sistema debe ser que a todos los ciudadanos les quepan los mismos derechos y tengan iguales deberes y obligaciones. Sólo así se podrá acotar, dentro de lo posible, el espeso marco de desigualdad e inequidad intrínseco a toda sociedad de clases.
Desde luego, la fisura que abrió el encuentro en la Biblioteca no expresó sólo el enojo social ante las prerrogativas fiscales de los jueces, sobre el que, además, la mayoría de la Corte ya dejó trascender su acuerdo. Las diferencias con la derecha judicial son más pronunciadas que un descuento a fin de mes igual para magistrados y para trabajadores por encima del mínimo no imponible. Lo que está en juego es el sentido de la Justicia en una democracia que quiere alcanzar altos estándares de participación ciudadana, creciente equidad social, y supremacía del Estado y el interés general por sobre los particulares, también los más poderosos.
A Lorenzetti le entró un mail. Son los magistrados de la corporación que preguntan de qué lado ha de situarse, finalmente, el presidente de la Corte: la Democracia o los privilegios. La “independencia” o el “atropello”, al decir del diario La Nación. En cualquier caso, no fue sólo el gobierno quien llevó las cosas a semejante disyuntiva, tan irreductible e imposible ya de volver a dividir. ¿Existirá un método más legítimo y soberano que la voluntad popular para saldarla? En democracia, al menos, no.
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