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Buenos Aires, Argentina
Buenos Aires, Argentina Demetrio Iramain nació en Buenos Aires, en mayo de 1973. Es poeta y periodista. Tiene algunos libros de poemas publicados, otros permanecen inéditos, y algunos textos suyos integran tres antologías poéticas editadas en el país. Dirigió la revista Sueños Compartidos y actualmente, ¡Ni un paso atrás!, ambas de la Asoiación Madres de Plaza de Mayo. Es columnista de Tiempo Argentino y Diario Registrado. En radio, co conduce el programa Pra frente (P’frenchi), en la AM 530, La Voz de las Madres.

sábado, 16 de marzo de 2013

el neoliberalismo del siglo xxi

“Chavistas” del Vaticano y la Sociedad Rural

No son pocos los que creen que la revolución latinoamericana debe ser, apenas y exclusivamente, un hecho estético.

Unos días antes del desenlace de la enfermedad de Hugo Chávez, un diálogo (o como eso se llame) en Twitter giraba alrededor de un tópico muy movilizante para algunos: por dónde comenzaría a “resquebrajarse el muro” de gobiernos progresistas latinoamericanos. “Por Venezuela”, contestó uno, rápido para tipear. No era la conclusión de un profundo análisis político, sino, apenas, la última vela prendida a San la Muerte, esa quiniela. 

Desde luego, lo intentarán. Si hubiera habido un candidato venezolano ya sería Papa. No problem: está Bergoglio. La designación del candidato argentino conlleva un claro mensaje: América latina se está convirtiendo en un problema demasiado severo para el nuevo (viejo) orden mundial capitalista.


En aquel intercambio, un conocido crítico de cine caracterizaba de dictadura stalinista propia de la Edad Media (sic) a la Revolución Bolivariana. Los hay todavía peores: “chavistas” a la carta, que apoyan las demandas de la palermitana Sociedad Rural; autoproclamados “socialistas”, de quienes los Utópicos se burlarían por ingenuos (o más), cultores del “neoliberalismo del Siglo XXI”, que el 14 de abril volverán a votar a Henrique Capriles; y hasta un renombrado periodista tirado hacia la “izquierda”, que cuestiona la legalidad de Nicolás Maduro para ejercer la presidencia con argumentos que tomó prestados de la legalidad neoliberal.  


No son pocos los que creen que la revolución latinoamericana debe ser, apenas y exclusivamente, un hecho estético. Una cuestión de formas institucionales. Una fórmula de consenso con, eso sí, una pizca de emoción tercermundista. Acabar en un poema, en un fallo de Justicia, cuando esas formas debieran ser, en todo caso, su punto de partida, o la consecuencia de una vaga aproximación, de un rodeo que nunca cesa. Caber en una historia romántica, sin contradicciones, como quien guarda fotos viejas, de adorables momentos, en una caja de madera. Y si no, no. No es una desviación pequeñoburguesa; se trata de un viejo error histórico, y en muchos casos adrede. 


Desde luego, ha de andar contenta por estas horas esta gente. Habrá júbilos por izquierda y por derecha. Las especulaciones oscilarán entre quienes piensen que muerto el perro se acabó la rabia, y quienes sostengan, al otro lado de la paleta ideológica, que ahora podrá sobrevenir sola, como un devenir inexorable y sin mayor contingencia, la revolución socialista. Ya surgirán en Venezuela “bolivarianos” de pura cepa que pretenderán darle clases de chavismo a Nicolás Maduro. En cuestión de horas, la CNN hallará insospechadas virtudes democráticas en Chávez, imposibles de ser repetidas por quienes continúen su revolución. 


Para ellos la alternativa política y social de las clases subalternas, construida trabajosamente en la región (para algunos, apenas un rostro más del populismo bastardo, que no expresa las verdades reveladas del marxismo en estado puro; para otros, el virus populista) estará condenada a naufragar con la muerte del comandante, en definitiva un militar salido de las filas de un ejército burgués. 


Quienes se ilusionan con la muerte de Chávez (y no pueden ubicar en sus estrechas categorías la demostración popular que la cortejó) debieran, mejor, aprender del ejemplo histórico. Cuando en abril de 2002 el líder bolivariano fue puesto en prisión por los golpistas que ocuparon el Palacio de Miraflores, una impresionante movilización de masas obligó a reponerlo en su puesto institucional. El pueblo en la calle fue condición intrínseca a esa revolución.
Todavía hoy, uno y otra se habitan “como la madera en el palito”, diría el poeta.  


No olvidarlo nunca: entre quienes montaron la operación que derivó en el golpe, con ejecuciones sumarias y todo, hubo sotanas y banderas rojas. Aznar, Bush y el Papa festejaron con champán y hasta dieron reconocimiento de Estado al coso ese asumido de apuro en Caracas, a quien el rey de España no mandó a callar. No hizo falta: la criatura duró sólo dos días, el papelón todavía hoy se recuerda, y vuelve a cobrar sentido en estas horas dramáticas, que sólo el tiempo y la historia volverán circunstanciales.


Por entonces, no existían políticamente ni Evo, ni Néstor, ni Lula, ni Correa. Apenas Fidel, aislado en La Habana, y sin la CELAC. La Iglesia no tenía necesidad de nombrar Pontífice a un latinoamericano; era redundante semejante espaldarazo a la derecha continental, como sí precisa ahora con suma urgencia. En toda América latina, la izquierda sólo tenía para tirar piedras contra los cristales de un neoliberalismo obtuso, en crisis terminal, pero lo suficientemente fuerte todavía como para sobrevivir un tiempo más.

 Por estos lares de más al sur, el bonaerense Duhalde meditaba lentamente que las insalvables contradicciones de su breve interinato no podían ser resueltas de otro modo: el garrote y hasta el plomo, como después descargaron sus fuerzas conjuntas de represión sobre los cuerpos de Kosteki y Santillán.

Aquel golpe brutal, fascista, de clase, manipulado groseramente en los medios de comunicación venezolanos, y finalmente inútil, no hizo sino reavivar el fuego revolucionario en toda la región. La iluminada izquierda de por aquí decía que el discurso de Chávez en la madrugada del 13 de abril, cuando volvió triunfante (o por lo menos vivo) a Miraflores, era una traición comparable al “felices pascuas” de Alfonsín.


Para apagar el incendio que empezaba a extenderse en el patio de atrás, las mangueras del imperialismo fueron cargadas con bencina. Que levante la mano quien esté seguro de que no vaya a ocurrir lo mismo tras la muerte de Hugo Chávez.


Ahora que murió el perro, regresado de Cuba sólo para morir en su tierra, entre los suyos, todavía mojado por la lluvia donde dejó sus pulmones en su último acto de campaña, muchos se darán cuenta que en América latina la revolución ya es incontenible, y nada la detiene. Ni un Papa argentino. Quizás hasta la presidenta Cristina revea su posición contraria al aborto. Millones de pordioseros, pobres, expulsados de un paraíso que el capitalismo sólo garantiza a unos pocos, aprendieron en estos años que vivir en revolución, profundizándola, es la única manera de estar vivos, de ser en el mundo. Cada cual sobre su sombra, cada cual sobre su asombro, a redoblar.

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