Me acuerdo ahora de un golazo de tiro libre a Arsenal, en el último minuto
de la penúltima fecha de un campeonato que Boca ganó finalmente, tras definirlo
en un triangular con San Lorenzo y Tigre. Mirá dónde está San Lorenzo ahora, y
mirá dónde iremos a parar nosotros a partir de hoy, que nos levantamos tristes
por la final perdida en Brasil y trascartón nos enteramos que Juan Román
Riquelme dejará el club, y quizás el fútbol.
Por qué me acuerdo de ese gol, no sé. Será porque contra el mismo Arsenal,
aunque con otra formación, empezamos a perder el sueño de ganar tres
campeonatos en un mismo semestre, veinte días atrás. Yo escribí lo que sigue
abajo tras ese gol.
“Un gol de otro partido por un jugador de otro planeta. Gradas más, pozo
menos, todas las canchas de fútbol son parecidas, así en el Mundial como en
cualquier sucucho de la D. La redonda pica igual para el que despeja los
centros de puntín, apuntándole a la butaca más alta de la platea, que para el
enganche que hace jugar a todo el frente de ataque. El distinto es él. Él es la
diferencia.
”Cuando la tribuna lo putea por un pase mal entregado, lo tratan de usted.
Lo insultan pero con respeto, sin tocarles jamás la madre ni las hermanas.
¿Quién no soñó alguna vez con enamorar a una yéndola de héroe, de guerrillero
que entra a las ciudades liberándolas, de delantero que a pesar de las patadas,
herido, con el muslo desgarrado, prosigue la jugada y cayendo, casi muerto, en
la agonía del partido, anota el gol que vale un campeonato, como él?
”Si el resultado lo reclama, los defensores rivales lo golpean en el
tobillo, lo someten indecorosamente como una vez uno de Banfield, le clavan las
uñas en el iris, pero sienten vergüenza. Esa vergüenza o culpa que les hace
sentir a los contrarios, lo califica mejor que el puntaje que al otro día le
pondrá el diario de la mañana.
”Y la verdad es que él se lo ganó. Sólo él se toma el tiempo que le queda
todavía por vivir al mundo, para acomodar una y otra vez el balón, para pedir
la distancia de la barrera que ningún árbitro hace respetar en ningún partido
donde no esté él, para entretener en la mano la pelota buscando su secreto: qué
costura es la indicada para entrarle con la diestra, a qué gajo hay que
apuntarle. ¿Será que conversa con la pelota? ¿Se dirán cosas? ¿Cuáles? Últimamente
hasta la besa.
”Pero hete aquí que el tiempo pasa. Dos minutos y medio gasta el diferente
con sus cabildeos al borde del área. Una ceremonia de impaciencia. Una misa de
gallo con cura vestido de violeta y todo. El partido está cero a cero y van 44
minutos del segundo tiempo. ¿Qué espera el distinto para tirar? Está bien que
sea el capitán del equipo, el héroe de los clásicos, el genio incomprendido,
malhumorado y querible al mismo instante, pero el tiempo corre y si no es gol
después del tiro libre, la demora en la cuestión de la barrera se habrá comido
los tres minutos de descuento.
”Él lo sabe. Conoce ese murmullo nervioso de su tribuna, pero más se fía en
el silencio atronador de los contrincantes. Ellos tienen miedo que la pelota,
finalmente, entre. Que raspe el caño horizontal y andá a cantarle a Gardel. Y
él lo sabe. Ese miedo enemigo lo defiende. En esos casos, calcula, el temor del
rival hace el 25 por ciento del tiro libre: al arquero le tiemblan las
rodillas, al mediocampista más alto de la barrera le crecen tornillos que le
impiden saltar más alto cuando el remate pasa por sobre su cabeza. Él,
confiado, se ocupa del 75 por ciento restante: la velocidad del tiro, la
dirección del remate, el énfasis curvo del botín derecho, esas cosas.
”Y entonces, sólo entonces, el gol, ese detalle”.
Eso escribí, y me gustó leerlo esta mañana fría en Buenos Aires, cuando el
plantel de Boca todavía no regresó cabizbajo, derrotado, con la frente alta de
San Pablo.
Ojalá no le regalen ahora un arco a Román, como hicieron con el otro,
Palermo, que hizo campaña para que gane las elecciones el actual presidente del
club, Angelici. Y yo no me olvido de eso.
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