BINNER Y SUS PREVISIBLES APOYOS INTELECTUALES
 Demetrio Iramain
 Poeta
 “Vamos a comer Caetano/ vamos a devorarlo, deglutirlo, masticarlo./ Vamos a lamerle la lengua”, canta Adriana Calcanhoto. Así, la cantante gaúcha hace suya cierta tradición antropofágica en la cultura brasileña, muy saludable por cierto, que plantea la necesidad de, en determinado momento de su desarrollo, terminar con lo anterior, “comerse” a Caetano Veloso, para nutrirse y nacer una nueva expresión cultural, renovada y distinta.
En  la Argentina no es tan así. El año pasado el poeta Fabián Casas se  sintió molesto cuando un grupo de escritores guillotinó uno de sus  libros en el acto de presentación de la antología que los reúne. “Si  Hamlet duda le daremos muerte”, se titula el libro que da voz a 52  poetas nacidos en los años setenta, algunos de ellos inéditos. Con el  provocador gesto, esta suerte de “poetas del Bicentenario” quería  representar la necesidad de terminar con la retórica del reviente, los  clichés de la antipolítica y los protagonistas de la escena poética de  los años noventa, y pasar al frente. 
La firma de Fabián Casas en una solicitada en favor de la candidatura de Hermes Binner lo explica todo. En ese texto, que también suscriben Beatriz Sarlo, Tomás Abraham y Federico Andahazi, entre otros, se justifica el apoyo al todavía gobernador de Santa Fe en la peregrina idea de que aún “persiste una gran deuda social” y que “a pesar del crecimiento económico a tasas formidables de los últimos ocho años, la disparidad en el acceso a los derechos económicos y culturales es dramática y millones de argentinos y argentinas viven en la pobreza y aun en la indigencia”.
Lejos de aceptar ser guillotinado, y junto a su libro el horror social de los años noventa, Casas se dedica a buscar denodada y militantemente rastros de menemismo para justificar en el escenario social de hoy su vieja arte-poética. No acepta bajo ningún concepto que el país ha cambiado sensiblemente en beneficio de las dos terceras partes de la juventud que en aquellos años noventa, cuando él publicó su primer libro, parecía condenada a poner “monedas en las vías, / miran pasar el tren que lleva gente / hacia algún lado. / Entonces corren y sacan las monedas / alisadas por las ruedas y el acero, / se ríen, ponen más / sobre las mismas vías / y esperan el paso del próximo tren./ Bueno, eso es todo”, como escribió en su poema “Paso a nivel en Chacarita”, de su libro Tuca.
Fabián Casas asume así una extraña forma: la de ser el “Pino” Solanas de la poesía, el Lanata de las letras argentinas. Sin dudas, su estética extraña al menemismo. Necesita de él. Pero en vez de cambiar sus formas poéticas, Casas opta por agachar la cabeza ante la nostalgia que siente de aquella devastación social e inventa una situación política a conveniencia de su voz lírica: la que le presta el soporte Binner. Error: esa, y no otra, es la “izquierda demasiado pedagógica” que escribe peor que la derecha, según observara en una entrevista reciente.
Por  cierto, muchos pibes y pibas de hoy ya no se quedan al borde de la vía  mirando pasar el tren. Arduas luchas mediante, el paraíso marginal de la  tuca, la cerveza y el ocio (no el “ocio creador” del que habló Luis  Luchi cuarenta años antes), dio paso a otra criatura social mucho más  edificante, comprometida con su circunstancia, cercana a la agitación  poética que propuso otro vecino de aquel paso a nivel: Roberto Santoro,  desaparecido desde junio de 1976, cuyo nombre titula una plaza sobre la  avenida Forest.  
Sería ingenuo plantear que todos los postadolescentes de hoy son activos militantes políticos, pero es igualmente falaz no advertir lo evidente: la presencia cada vez más explícita de jóvenes en instancias clave del Estado, en la conformación de centenares de grupos que asumen militancias territoriales y en la definición de un proyecto colectivo para el país, que sea generoso con la gente que lo habita y no sólo con los poetas que luego escribirán sobre él, bebiendo en la fuente de sus desmesuras. ¿El pueblo necesita revolución o bellos poetas malditos?
Así como el descalabro social que inauguró el menemismo fue musa inspiradora para narrar de mil maneras ese desgarramiento, desde 2003 asistimos a un hecho poético de nuevo tipo: la reconstrucción de esa tierra arrasada que fue la Argentina. El 27 de octubre del año pasado, esa nueva épica alcanzó su punto máximo: la salida a la calle en oleadas de un pueblo entero, dolorido pero entusiasta, con un único propósito: sostener a la Presidenta ante la muerte inesperada de su esposo y ex mandatario, y defender contra los noventistas de todos los colores agazapados en las sombras de la institucionalidad y los resortes hegemónicos de la cultura dominante, la alternativa política de las clases subalternas que Cristina Fernández conduce y sintetiza.
En su poema Ezeiza, Casas se burla sin piedad de su interlocutor, su primo, parte de una generación de argentinos que “se  colgaron de los árboles de Gaspar Campos/ y fueron a esperar el Duce a  Ezeiza,/ tuvieron que soportar/ que el viejo no les trajera la  revolución/ sino la peste”. Parece un berrinche de niño bien ante el  fenómeno peronista, pero es bastante más que eso. Apunta al sueño  revolucionario de toda una generación. Su primo tranquilamente podría  ser Néstor Kirchner. “Príncipes violentos de los setenta/ ¿Qué podemos  hacer por ustedes?/ No se convirtieron en políticos/ ni se exiliaron, ni  están/ con dos enes en el pecho debajo de la tierra...”, se pregunta  unas líneas antes, y  algunos versos después concluye “a la gente le gusta pensar/ que la  vida cambia. Y muchos viven pendientes/ de cosas que no le van a suceder  nunca”.
Mal  que les pese a muchos, esa lectura posmoderna de la generación  perseguida por el Terrorismo de Estado, encandilada por las luces del  centro que irradiaban fin de la historia, muerte de las utopías y caída  del Muro de Berlín, fue superada por los propios acontecimientos.
Los  versos de Fabián Casas resultan hoy un buen acercamiento para quien  quiera leer en clave poética lo que nos pasó a los argentinos durante el  menemato. Pero concluidos los años noventa, así como están no sirven  más. En esta parte sur del mundo, tan dolorida de injusticias, la  necesidad de “matar a los padres” y nacer a lo nuevo no es un asunto de  vanguardias literarias, sino un mandato de la historia. No hay otro modo  de ser y vivir. Vamos a comer Fabián Casas.
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