Alto, desgarbado, de frente da la gigantografía de un grano de arroz. Para colmo, bizco y con un sonoro problema de dicción. Feo, sin contar la nariz.
Ni el nombre lo ayuda, que algunos dicen “Kishner”. Otros, en cambio, directamente suprimen la “ch”, un sonido que, aunque con variaciones muy particulares, él incluye en las dos terceras partes del universo de palabras que profiere, y decretan: “Kirner”. Equilibrio natural de las especies, que se dice. ¿Cómo entrarle en el suburbio, a la hora de la matiné, a ese guiso de consonantes que tiene en el medio: “Ki-rchn-er”? Como subir una escalera de escalones angostos, con bandeja en mano y esquivando macetas, así resulta pronunciar su nombre. Igual que Arlt con la ele, este otro cristiano carga el acento en la ka. Su otro yo no-peronista, el apellido, que tiene menos pueblo que el diario La Nación.
De la política aprendió que todo es ilusión, menos gobernar. No lo supo solo, sin embargo, pero siempre calló de dónde lo sacó. El histórico Movimiento se redujo a una filosofía del poder, no más que eso. Ni menos tampoco. Cuántos que se entusiasman con ganar discusiones quisieran contar con esa afiatada maquinita de mandar.
No es de esos que despotrican contra el Estado y después le piden ayuda al Código Civil, pero comprende como un padre a quienes sí lo hacen. Detesta a los neutrales, los que sí que no, los que llegan hasta ahí nomás, los otarios prevenidos de todo; no vota en blanco nunca, ni soporta a quienes te encajan discursos con principios morales para adornar que meten en el sobre un papel de diario.
Es decidido como un púber en edad de merecer. Si hace falta no espera y se manda solo. Sabe dos o tres verdades fundamentales, nada más: que las partes las tiene para usar, y que su momento político ya no está en la edad del pavo. El resto, sobra.
Cambiante, intempestivo, irreverente, jodido como el que más. Querible a cualquier precio. La mujer lo va a condenar de finado: “Caprichoso”, le zampará parada al borde del cajón. Y ese día, guitarra, vas a llorar.
Por principios y/o costumbre, no halaga nunca a nadie, ni que sea el presidente de Estados Unidos. Así esté en la ONU no se aguanta a que termine un discurso para ir recién al baño. “Quien quiera recompensa o lisonja que vaya a cobrarle a la revolución”, se justifica. La única excepción, siempre, en todo, las Madres de Plaza de Mayo.
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