Justicia ilegítima
   
            
La Corte, de espaldas al pueblo
 
En el fondo, la sanción penal a los genocidas es el botín de guerra que la derecha quiere recuperar.
                        Cuando en 2008 el gobierno insinuó con 
denunciar por violación de la Ley de abastecimiento a los integrantes de
 la Mesa de Enlace rural, el presidente de la Corte Suprema Ricardo 
Lorenzetti se apuró a desestimar la moción al afirmar que "judicializar 
los conflictos no es el mejor camino. Lo mejor es que los conflictos se 
resuelvan en el campo de la política, que para eso funcionan la 
política, el diálogo, la concertación." Para el titular del Máximo 
Tribunal, las pujas de naturaleza política debían resolverse en el 
Congreso de la Nación, ámbito por excelencia de la política. 
Qué fácil es decirlo sobre disputas ajenas, y qué complejo sostenerlo
 cuando lo que está en juego es la propia ropa. 
Evidentemente, Clarín no
 siguió aquel consejo de Lorenzetti. Los jueces, aferrados con uñas y 
dientes a sus privilegios corporativos, tampoco.
Lorenzetti prometió que cuando llegara a su escritorio un planteo 
sobre la constitucionalidad de la reforma judicial, la Corte lo 
resolvería inmediatamente. Cumplió. La reforma a la justicia no tiene un
 mes de sancionada, ni entró en vigencia todavía, y ya tiene firme su 
freno. Con la Ley de Medios seguimos esperando. 
Pertenecer tiene sus 
privilegios.
El Tribunal más encumbrado del país cree haber tenido la última 
palabra sobre la democratización de la justicia. Se equivoca: la tiene 
el pueblo, a quien se la da la historia.
Cuando días atrás el mismo Lorenzetti convocó a trabajadores de 
prensa de diversos medios para brindar por el Día del Periodista, 
reivindicó la valentía de Mariano Moreno y de Rodolfo Walsh. Menos de 
quince días después, la Corte que él preside falla con la tibieza y la 
moderación propias de Cornelio Saavedra. No debiera olvidar Lorenzetti 
lo que escribió un contemporáneo de Walsh, también desaparecido por la 
dictadura, igualmente periodista y, además, poeta: “A los traidores/ el 
pueblo les quita la palabra”. Roberto Santoro se llamaba.
El statu quo cultural implantado a bala y hambre, sangre y 
desocupación por el neoliberalismo tardío que se resiste a irse 
definitivamente de estas tierras, les hizo creer a muchos jueces que la 
Constitución mira a través de sus exclusivos ojos. Sentado hasta que la 
muerte los separe en la cómoda poltrona del máximo tribunal del país, el
 cortesano Carlos Santiago Fayt manda a su chofer a responderle a la 
presidenta que el pueblo votó dos veces seguidas con porcentajes 
electorales altísimos. Nadie mejor que el centenario cortesano para 
simbolizar el tiempo de descuento, la oscura sobrevida que goza la 
rancia oligarquía que todavía hegemoniza los tribunales nacionales.
En su pronunciamiento de ayer la Corte amplió el scort alcanzado en 
la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y 
Obediencia Debida. Al interior del Máximo Tribunal, hubo más acuerdo en 
ilegalizar el voto popular que en declarar nula la impunidad. 
Sintomático. Fayt votó dos veces a favor de las leyes de perdón. Todo 
cierra: en el fondo, la sanción penal a los genocidas –gran mérito 
histórico del kirchnerisno– es el botín de guerra que la derecha quiere 
recuperar frustrando la democratización de la justicia. Ese y no otro es
 el gran "hecho sagrado" que el pueblo quiere dejar atrás.
Para muchos jueces el tiempo no pasa nunca. Los cambios culturales y 
las arduas luchas que los pueblos libran por transformar radicalmente 
los paradigmas del tiempo histórico que los mantiene subalternos, 
explotados, privados de derechos, configuran, según la metáfora de Fayt,
 apenas "comentarios libres". En cambio, la injusta base material 
cimentada por el capitalismo, y que las clases acomodadas insisten en 
dejar como está, perpetua, inmodificable, conforman un indiscutible 
"hecho sagrado".
El oportunista premio que le otorgó el partido de Macri, declarándolo
 personalidad destacada de la Ciudad Autónoma, le puso nombre y apellido
 al sobreactuado ascetismo de Fayt. Para enfatizar su aparente 
neutralidad e independencia política, el juez más longevo de toda la 
magistratura argentina se declara "antiperonista". No es el único: para 
lograr el voto de sus pares, el camarista Recondo hace campaña entre los
 jueces declarándose "el más opositor". No "el más independiente". La 
derecha es así: tiende a naturalizar su ideología. No hace política, 
sólo es antiperonista, como un "Mono" Gatica al revés.
Una mitad del cerebro se adelanta y le dice a la otra "este momento 
ya lo viví". Como un déjà vu, los argumentos empleados para criticar a 
la Corte por su posición en defensa de la cerrada corporación que ella 
misma compone, se repiten. Son exactamente iguales a los que surgieron 
al debate público cuando la misma justicia congeló exclusivamente para 
el Grupo Clarín S A  el alcance de los artículos más sensibles de la Ley
 de Medios de la democracia. Hasta hoy. Aquí también los hechos son 
sagrados, y libres los comentarios.
No es verdad que el prestigio social del Tribunal más alto de la 
juricatura argentina obedece al CV de sus integrantes. Su legitimidad, 
que debe revalidarse a diario, es intrínseca al proceso sociopolítico 
que atraviesa el país desde 2003, cuando los actuales ministros fueron 
nombrados en la Corte. Una no puede ser sin el otro. La independencia e 
imparcialidad de los jueces es una exigencia colectiva, y no un mérito 
de sus individualidades. El cambio de época que el Poder Judicial se 
niega a ver indica que esa premisa debe comprender, primero que nadie, a
 las corporaciones económicas.
Con el fallo de la Corte algunos jueces elitistas, fervorosos 
militantes de la corporación que integran, creen haber clausurado para 
siempre la batalla cultural al interior de Tribunales. Es al revés: la 
fortalece. La vergonzosa declaración de inconstitucionalidad de una ley 
votada ampliamente en el Congreso por parte del poder del Estado que 
debe ceñirse a ella, sitúa las viejas tensiones entre el kirchnerismo y 
el Poder Judicial en otra escala: la herida alcanza ahora a la propia 
democracia. La batalla continúa.
            
                        
 
 
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