la carta de hebe ante la muerte de videla
Hebe de Bonafini dijo que debió tomarse unos
días para poder decir algo sobre la muerte del genocida. En la carta
abierta que escribió "para que todos los que esperaban mi voz se
enteraran qué pensaba", confesó haber sentido "una gran angustia, un
gran dolor que me atravesaba por todos lados (…) Pensé en todas las
Madres, en tanto dolor, en todas las familias destruidas. Se me vino el
mundo encima y cada vez que me llamaba alguien sentía más angustia,
porque la mayoría de los que habían apoyado la dictadura, los diarios,
sobre todo Clarín, ahora le dicen 'dictador', ahora le dicen 'genocida'.
¡Qué vergüenza! Pero yo seguía pensando en ellos, nuestros hijos".
En Hebe, el dolor y la angustia, si bien la paralizaron inicialmente, la defendieron de la hipocresía y de la mentira disfrazada de oportunismo. Siempre fue así. En las Madres de Plaza de Mayo, el dolor sí; pero el desánimo, la impotencia, jamás. En la Plaza nunca se permitieron llorar delante del enemigo. "A la Plaza se viene a luchar, no a llorar", se decían entre ellas, cuando a alguna, doblada por la desolación, le resultaba imposible seguir conteniendo las lágrimas. "La furia fría", como demandaba Rodolfo Walsh.
El gesto más elocuente de Hebe en su carta pública fue no hablar del genocida muerto, sino de sus hijos. No gastar demasiado tiempo en él. Después de todo, Videla era apenas un tornillo oxidado en la caja de las herramientas que ya no sirven más, inútil para la tarea criminal que le encomendaron otros que siguen renovando, paciente y sutilmente, su stock de arandelas. Evidentemente, Hebe no quiso ensuciar el claro ejemplo de sus hijos, la memoria de sus luchas, el recuerdo de su valentía, siquiera nombrándolo. Dice el apellido del genocida sólo una vez, al comienzo, apenas situando el texto. "Murió Videla", circunscribe. Y punto.
En la carta Hebe no llama a sus hijos por sus nombres. Refiere a ellos en plural. "¡Qué suerte que tuvimos hijos tan valientes! Esa es la única felicidad que me surgió al final: la valentía de nuestros hijos de dar sus vidas para que otros vivan", escribe. Sus hijos son los 30 mil. Todos. Incluidos quienes no salieron de su vientre ni tuvieron la suerte de tener una madre como ella, leona como se descubrió Hebe a sí misma, tigresa como fueron sus compañeras. Generosas, las Madres socializaron la maternidad para no dejar solos, en las sombras del olvido, confinados a los calificativos "sectarios", "foquistas", "terroristas", a quienes ni siquiera tuvieron la dicha de tener quien reclamara por ellos.
Hace 36 años que las Madres están en la calle y en su proceso de convertir el dolor en lucha se hicieron Madres de todos los desaparecidos: de los guerrilleros, los curas, los maestros, los sindicalistas, los catequistas, los pensadores, con armas en la mano y no. Hasta desbordaron de sus pañuelos los nombres de cada uno de sus hijos, para zurcir en las telas blanquísimas, ex pañales de cuando el hijo ausente era bebé, una leyenda común, compartida, fruto de su experiencia colectiva: "Aparición con vida de los desaparecidos". De todos los desaparecidos. No del hijo o hija propia.
Ese fue un enorme acto de desprendimiento y altruismo, propio de los revolucionarios de verdad, que significó un avance notable en la conciencia de nuestra clase trabajadora, tan maltrecha como había quedado tras el terrorismo de Estado. Fue el paso previo a reivindicar sus luchas y reconocerlos como revolucionarios; el movimiento inmediato anterior a gritarle al mundo que sus hijos no cayeron por perejiles, sino por militantes.
Sus hijos jamás pensaron que iban a morir. No fueron suicidas, ni locos, ni idealistas pasados de rosca. Asumieron conscientemente el riesgo de la muerte y/o la degradación total de la condición humana sobre sus cuerpos. Se propusieron vencer, no morir. Le opusieron su vida a una verdad histórica: cuando sus intereses corren peligro, el imperialismo y sus burguesías locales aliadas son capaces de llegar hasta el genocidio con tal de defenderlos. Como el Che, sabían que si es verdadera, en una revolución se triunfa o se muere. Y vaya si era verdadera.
Por lo demás, Videla ya era un muerto político desde muchos años antes que su cuerpo no anduviera más. Su agonía se inició el 30 de abril de 1977, cuando las Madres marcharon por primera vez frente a sus narices. Ese día, aunque ellas no lo sabían entonces, lo derrotaron. Lo que vino después apenas si fue una sobrevida prestada por los poderes políticos, judiciales y mediáticos de la "legalidad republicana", que lo sentaron a la mesa de la impunidad. Convidarlo a Videla era darse de comer a sí mismos.
Pero esa sobrevida, ese banquete impiadoso y vergonzante, ese tiempo de descuento que duró 20 años, también alcanzó su final. La muerte definitiva de Videla llegó el 24 de marzo de 2004, cuando Néstor Kirchner le ordenó al jefe del Ejército que bajara su retrato de las paredes del Colegio Militar de la Nación. Lo que quedó de Videla después de ese vital gesto de la democracia (ahora sí, democracia, y ya no "legalidad republicana"), apenas fue su cuerpo. La mueca oscura de su piel. Unas manos huesudas ya sin la sombra de sus mandantes encima, dictándoles el mismo libreto que ahora ejecutan otros actores. Videla era un muerto en vida; los hijos de las Madres murieron viviendo.
Durante todos estos años las Madres sostuvieron con empeño y enfrentando muchas adversidades las banderas de lucha de sus hijos. Hablaron de revolución y socialismo en medio de la noche neoliberal. Esas banderas sin mástiles, con soles, fueron heredadas sin ceremonia previa, en la peor de las circunstancias imaginables. Sus hijos votaron en asamblea, a mano alzada, y les dijeron: "Ahora sigan ustedes." No tuvieron tiempo de otra cosa. Fueron testigos y firmaron el acta, el dolor, la rabia, el amor al pueblo, la confianza en el porvenir.
Desde el año 2003, es el mismísimo gobierno nacional quien alza y comparte los sueños transformadores de la generación diezmada por el terror, reuniéndolos con los de otros pueblos y gobiernos de la región latinoamericana, en una mixtura potente y conmovedora. Esa es la gran muerte de Videla. La que más importa, porque está dentro de la historia y excede su inmundo cuerpo. No nos han vencido.
No nos han vencido
El gesto más elocuente de Hebe en su carta pública fue no hablar del genocida muerto, sino de sus hijos.
En Hebe, el dolor y la angustia, si bien la paralizaron inicialmente, la defendieron de la hipocresía y de la mentira disfrazada de oportunismo. Siempre fue así. En las Madres de Plaza de Mayo, el dolor sí; pero el desánimo, la impotencia, jamás. En la Plaza nunca se permitieron llorar delante del enemigo. "A la Plaza se viene a luchar, no a llorar", se decían entre ellas, cuando a alguna, doblada por la desolación, le resultaba imposible seguir conteniendo las lágrimas. "La furia fría", como demandaba Rodolfo Walsh.
El gesto más elocuente de Hebe en su carta pública fue no hablar del genocida muerto, sino de sus hijos. No gastar demasiado tiempo en él. Después de todo, Videla era apenas un tornillo oxidado en la caja de las herramientas que ya no sirven más, inútil para la tarea criminal que le encomendaron otros que siguen renovando, paciente y sutilmente, su stock de arandelas. Evidentemente, Hebe no quiso ensuciar el claro ejemplo de sus hijos, la memoria de sus luchas, el recuerdo de su valentía, siquiera nombrándolo. Dice el apellido del genocida sólo una vez, al comienzo, apenas situando el texto. "Murió Videla", circunscribe. Y punto.
En la carta Hebe no llama a sus hijos por sus nombres. Refiere a ellos en plural. "¡Qué suerte que tuvimos hijos tan valientes! Esa es la única felicidad que me surgió al final: la valentía de nuestros hijos de dar sus vidas para que otros vivan", escribe. Sus hijos son los 30 mil. Todos. Incluidos quienes no salieron de su vientre ni tuvieron la suerte de tener una madre como ella, leona como se descubrió Hebe a sí misma, tigresa como fueron sus compañeras. Generosas, las Madres socializaron la maternidad para no dejar solos, en las sombras del olvido, confinados a los calificativos "sectarios", "foquistas", "terroristas", a quienes ni siquiera tuvieron la dicha de tener quien reclamara por ellos.
Hace 36 años que las Madres están en la calle y en su proceso de convertir el dolor en lucha se hicieron Madres de todos los desaparecidos: de los guerrilleros, los curas, los maestros, los sindicalistas, los catequistas, los pensadores, con armas en la mano y no. Hasta desbordaron de sus pañuelos los nombres de cada uno de sus hijos, para zurcir en las telas blanquísimas, ex pañales de cuando el hijo ausente era bebé, una leyenda común, compartida, fruto de su experiencia colectiva: "Aparición con vida de los desaparecidos". De todos los desaparecidos. No del hijo o hija propia.
Ese fue un enorme acto de desprendimiento y altruismo, propio de los revolucionarios de verdad, que significó un avance notable en la conciencia de nuestra clase trabajadora, tan maltrecha como había quedado tras el terrorismo de Estado. Fue el paso previo a reivindicar sus luchas y reconocerlos como revolucionarios; el movimiento inmediato anterior a gritarle al mundo que sus hijos no cayeron por perejiles, sino por militantes.
Sus hijos jamás pensaron que iban a morir. No fueron suicidas, ni locos, ni idealistas pasados de rosca. Asumieron conscientemente el riesgo de la muerte y/o la degradación total de la condición humana sobre sus cuerpos. Se propusieron vencer, no morir. Le opusieron su vida a una verdad histórica: cuando sus intereses corren peligro, el imperialismo y sus burguesías locales aliadas son capaces de llegar hasta el genocidio con tal de defenderlos. Como el Che, sabían que si es verdadera, en una revolución se triunfa o se muere. Y vaya si era verdadera.
Por lo demás, Videla ya era un muerto político desde muchos años antes que su cuerpo no anduviera más. Su agonía se inició el 30 de abril de 1977, cuando las Madres marcharon por primera vez frente a sus narices. Ese día, aunque ellas no lo sabían entonces, lo derrotaron. Lo que vino después apenas si fue una sobrevida prestada por los poderes políticos, judiciales y mediáticos de la "legalidad republicana", que lo sentaron a la mesa de la impunidad. Convidarlo a Videla era darse de comer a sí mismos.
Pero esa sobrevida, ese banquete impiadoso y vergonzante, ese tiempo de descuento que duró 20 años, también alcanzó su final. La muerte definitiva de Videla llegó el 24 de marzo de 2004, cuando Néstor Kirchner le ordenó al jefe del Ejército que bajara su retrato de las paredes del Colegio Militar de la Nación. Lo que quedó de Videla después de ese vital gesto de la democracia (ahora sí, democracia, y ya no "legalidad republicana"), apenas fue su cuerpo. La mueca oscura de su piel. Unas manos huesudas ya sin la sombra de sus mandantes encima, dictándoles el mismo libreto que ahora ejecutan otros actores. Videla era un muerto en vida; los hijos de las Madres murieron viviendo.
Durante todos estos años las Madres sostuvieron con empeño y enfrentando muchas adversidades las banderas de lucha de sus hijos. Hablaron de revolución y socialismo en medio de la noche neoliberal. Esas banderas sin mástiles, con soles, fueron heredadas sin ceremonia previa, en la peor de las circunstancias imaginables. Sus hijos votaron en asamblea, a mano alzada, y les dijeron: "Ahora sigan ustedes." No tuvieron tiempo de otra cosa. Fueron testigos y firmaron el acta, el dolor, la rabia, el amor al pueblo, la confianza en el porvenir.
Desde el año 2003, es el mismísimo gobierno nacional quien alza y comparte los sueños transformadores de la generación diezmada por el terror, reuniéndolos con los de otros pueblos y gobiernos de la región latinoamericana, en una mixtura potente y conmovedora. Esa es la gran muerte de Videla. La que más importa, porque está dentro de la historia y excede su inmundo cuerpo. No nos han vencido.