Datos personales

Buenos Aires, Argentina
Buenos Aires, Argentina Demetrio Iramain nació en Buenos Aires, en mayo de 1973. Es poeta y periodista. Tiene algunos libros de poemas publicados, otros permanecen inéditos, y algunos textos suyos integran tres antologías poéticas editadas en el país. Dirigió la revista Sueños Compartidos y actualmente, ¡Ni un paso atrás!, ambas de la Asoiación Madres de Plaza de Mayo. Es columnista de Tiempo Argentino y Diario Registrado. En radio, co conduce el programa Pra frente (P’frenchi), en la AM 530, La Voz de las Madres.

jueves, 28 de febrero de 2013

EL DISCURSO DEL PRESIDENTE DE LA CORTE

Lorenzetti y la ambigüedad

Las ambigüedades de su discurso fueron saldadas por el nítido carácter opositor de su platea.

Debatir sobre la "democratización" de la justicia supone un consenso tácito, previo, anterior: la democracia no ha llegado todavía a ese Poder del Estado republicano, fundamental para el pleno desarrollo del cuerpo social, incluso bajo las espesas condiciones que impone una sociedad de clases. Extrañamente, muchos que objetan el propósito oficialista terminan dándole la razón al gobierno: discuten cómo, apenas si critican sus formas, lo juzgan excesivo o torpe, pero en el fondo acuerdan en un concepto fundante, una idea-fuerza: se carece de democracia escaleras arriba del Palacio de Tribunales.

El martes, el juez Ricardo Lorenzetti fue más o menos el mismo que durante los últimos años. El acto que presidió en la sala de audiencias de la Corte Suprema fue tan solemne, público y formal como los que él acostumbra, e igualmente esquivo en revelaciones. Su discurso volvió a oscilar entre el sueño y las ganas de dormir. 


El juez les prestó generosamente un título a Clarín ("La Corte siempre defendió la libertad de expresión"), otro a Perfil ("La pauta oficial es un mecanismo de presión concreta"), y tampoco desagradó del todo al gobierno ("El Poder Judicial debe cambiar a favor del pueblo", dijo).


Por cierto, las ambigüedades que planteó su discurso fueron saldadas por el nítido carácter opositor de su platea. Las constantes indefiniciones y hasta contradicciones de su intervención fueron resueltas por quienes las aplaudieron: centellantes políticos de la oposición, el moyanista Julio Piumato, y ningún representante del Ejecutivo en el estrado, ni de los ministerios públicos (la defensora general de la Nación, Stella Maris Martínez, y la procuradora Alejandra Gils Carbó, entusiastas promotoras del encuentro por una Justicia Legítima, pegaron soberanamente el faltazo).


Emplear cierta vaguedad, evitar definiciones, zigzaguear, son moneda corriente en el máximo tribunal. Tanto, que la Ley de Medios –sancionada con amplia mayoría parlamentaria– sigue exceptuando en su pleno cumplimiento al Grupo que más licencias concentra para operar cámaras y micrófonos, incluso sin mediar ningún pronunciamiento de fondo que la declare inconstitucional.


Entre otras imprecisiones, el jurista santafesino afirmó: "La Corte no debe gobernar, debe ser consistente con la mayoría del pueblo, con el Ejecutivo y el Legislativo." Sí, muy lindo, excepto esa parte en la que también expresó que "en la historia, las mayorías han tomado decisiones inconstitucionales".


Según Lorenzetti, "el pueblo quiere una justicia más accesible y más rápida". Pero si la selectividad del sistema judicial continúa igual, seguiremos en la misma. Mientras los poderosos sigan siendo clientes, y los pobres objetos del rigor penal, sustrato de la sanción punitiva, no habrá cambios. La justicia ya es accesible y rápida para las corporaciones que tienen cómo y con qué conseguir medidas cautelares, y también para los menesterosos que no lograr reunir el dinero suficiente para pagar una fianza. "La vieja escuela del Derecho: una escuela que legitima la vileza de hoy con la vileza de ayer, que declara insurrección cualquier grito del siervo contra el látigo" (Marx, Crítica de la filosofía del Derecho).


Desde luego, la Corte Suprema no es la responsable de cambiar las condiciones económicas y políticas que naturalizan esa selectividad. Esa tarea, que la excede largamente y no está llamada institucionalmente a desempeñar, depende de la lucha política. Los cambios trascendentales, los que importan, los definitorios, se dan primero en la base material, y recién después alcanzan la superestructura, se expresan en las leyes, y en las interpretaciones que de ellas hacen los jueces. Como dijo Lorenzetti el martes, los magistrados no están para gobernar. Por eso se los critica tanto cuando obstaculizan desde su especificidad judicial la marcha de un proceso político social, de dimensión continental, con suficiente cuerpo social que le da carnadura, que intenta torcer el destino de exclusión en que sobrevivían las dos terceras partes de la población hasta bien entrado el siglo XXI.
Hay cambios evidentes en la base material que deben importar cambios en la conciencia social. Los jueces (también los medios de comunicación) podrán tardar, pero a larga han de terminar expresándolos. Es inevitable que ocurra. Lo nuevo que no termina de nacer, lo viejo que no termina de morir. Los cambios sociales profundos suelen advertirse menos en lo nominal, y más si se los mira en perspectiva.


Cuidar la ecuanimidad y pretender parámetros objetivos que hagan creíble a la justicia es una cosa, y otra muy distinta es el rodeo infinito, la imprecisión  eterna, la vacilación constante en definiciones que hacen al fondo de la vida democrática. Buscar el equilibrio no es hacer la plancha. A menos que un juez quiera ser presidente de la Nación.


Si bien Lorenzetti reconoce que "el conflicto debe existir, es el motor de la vida social, no hay que tener miedo a los debates fuertes", plantea un modelo ideal de justicia, equidistante, ajeno a ese conflicto. Imparcialidad no es indiferencia. En su esquema, el Poder Judicial (la institución justicia, digamos) sería apenas una enunciación, una inofensiva carta de buenas intenciones, y poco más. "Teórico del fuego por correspondencia", en palabras de Juan Gelman.


Antes de finalizar, Lorenzetti citó a León Felipe. Tampoco se crea que el presidente de la Corte se sintió en la piel del alemán Friedrich von Spee, el primer criminólogo militante, tan poeta como el español; pero algo es algo. Lástima que omitió el vibrante texto de Felipe dedicado a la justicia, aquel que dice: "Los personajes se escapan de los libros y van a buscar al autor. El clown se escapa de la pista y va a buscar al empresario; el hombre se escapa de la vida y va a encararse con los dioses. Porque hay un momento en que es preciso determinar bien nuestra posición en este mundo, como el marinero en el mar, y conocer dónde vamos. Tal vez nos hemos perdido. Sabemos que los dioses duermen. Que a veces es necesario despertarles.... y blasfemar si no responden (…)Yo no sé si es esta la hora de que hablen los dioses, pero el momento actual de la Historia es tan dramático, el sarcasmo tan grande, la broma tan sangrienta, y el hombre tan vil, que el Poeta prometeico, el payaso de las bofetadas, se yergue (…) y pide la palabra."

jueves, 21 de febrero de 2013

el acuerdo con irán y la comunidad hebrea

Santiago Kovadloff, entre lo judío y la derecha

¿Será que para él habrá una "nueva clase" de judíos en la Argentina: los que están en el gobierno a un lado, y quienes los enfrentan con insultos y amenazas al otro?

En El libro de los abrazos Eduardo Galeano cuenta que la primera vez que el filósofo Santiago Kovadloff llevó a su hijo Diego a conocer el mar, el niño, temblando ante la desmesurada belleza del paisaje, deslumbrado por la inmensidad azul del océano, apenas si alcanzó a pedirle a su padre que lo ayudara a mirar. Era tan sublime el espectáculo que no le alcanzaba con su propia vista. El ensayista que supo comprender el alma de Fernando Pessoa y tradujo al español la soledad de sus poemas escritos en portugués, ¿advertirá que, al igual que su hijo ya grande, este pueblo tampoco necesita que lo ayuden a mirar? Con seguir teniendo bien abiertos los ojos basta.

Si Santiago Kovadloff cree que la política oficial en materia de Derechos Humanos, esto es, los juicios penales en tribunales ordinarios y las condenas en cárcel común a los responsables del genocidio, configuran "sólo una media verdad (que) habla de las atrocidades consumadas desde el Estado, (mientras que) la otra media verdad se enmascara y termina por distorsionar incluso el alcance de la primera", es hasta obvio que ahora se pregunte: "¿dónde está la política de Derechos Humanos de un gobierno que tiene oídos para los que violan esos derechos y no los tiene para quienes exigen su vigencia?", en relación al Memorándum de Entendimiento con Irán, como dijo días atrás en el acto desarrollado frente al Museo del Holocausto. 
Quien sostiene que "fue el terrorismo (las organizaciones revolucionarias de la década del '70) el primero en recurrir a la violencia armada", y que aún está impune "la criminalidad de tantos delitos cometidos en nombre de la revolución", es natural que hoy afirme que "hay una nueva clase de desaparecidos en la Argentina. Son los asesinados en la AMIA y la embajada de Israel." La progresista Federación de Entidades Culturales Judías en la Argentina (ICUF), que, entre otras, integra el legendario teatro IFT, piensa muy diferente. 
Nadie, no obstante, podrá demandarle a Kovadloff falta de consecuencia en su pensamiento; el problema es cuando el hilo que hilvana los argumentos deja ver sus torpes costuras. 
El filósofo que ayer supo integrar junto a Marcos Aguinis, Luis Gregorich y Juan José Sebrelli, entre otros, el Grupo Malba, base de sustentación intelectual de la candidatura presidencial de Ricardo López Murphy en 2003, y que algunos años después, hasta hoy, se sumara al menjunje de pensadores y figuras del espectáculo –desde sofistas hasta capocómicos de chistes verdes– que apoya la carrera política de Mauricio Macri, no aclara ahora cuál es la especificidad desde la que interviene en el debate público: si un filósofo metido en el barro de lo electoral, si un integrante del segmento más reaccionario de la comunidad judía, si un cuadro de la derecha argentina ciertamente muy venida a menos, o las tres condiciones juntas.  
Santiago Kovadloff no escribió para La Nación una columna en la que alertara sobre "la industria de la muerte que prosperó en los campos de concentración alemanes, y la ‘comercialización de la muerte’", cuando Axel Kicillof y su familia sufrieron un ataque antisemita y macartista en el barco que los traía de Colonia. Momentito: en un foro de Internet se dice que Kovadloff rechazó por radio los insultos al funcionario de Economía, aunque, enhebrando sus explicaciones con ese hilo ordinario que zurce el previsible relato de la derecha, tomó suficiente distancia de los hechos y responsabilizó al gobierno por el clima de "intolerancia".  
¿Será que para él habrá una "nueva clase" de judíos en la Argentina: los que están en el gobierno a un lado, y quienes los enfrentan con insultos y amenazas al otro, incluso contratando los servicios de los más bajos pretextos y especulaciones, como el fantasma del "tercer atentado"?
Según Rosa Luxemburgo, "los discípulos de Marx y la clase obrera (creen que) la cuestión judía, como tal, no existe". En otras palabras, que las persecuciones que debió atravesar el pueblo judío en todos sus siglos de existencia son, a la altura del capitalismo, parte de una contradicción mayor y definitoria, que las comprende: el conflicto intraclases y la lucha del proletariado. Las lecturas de ambos pensadores son evidentemente ortodoxas, quizás reduccionistas, pero aportan. A pesar de haber un Holocausto en el medio, todavía sirven para pensar la problemática. "El pueblo judío se ha conservado y desarrollado a través de la historia, en la historia y con la historia" y no "a pesar de la historia", había dicho Carlos Marx, muy joven, en La Cuestión Judía. Y ya lo decía el Manifiesto: "La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases." 
Se dirá, con razón, que ni Marx ni Rosa Luxemburgo presintieron a Hitler. La Shoa fue un crimen contra la humanidad muy posterior a sus vidas. Pero el apartheid sudafricano (demasiado parecido al régimen nazi) también fue ulterior, y si bien culminó formalmente en la última década del siglo XX, los privilegios económicos de la casta blanca permanecen inalterables: los segregacionistas raciales holandeses mantienen sus dominios y riquezas, y los millones de negros sólo son legítimos propietarios de la desocupación y el sida. El problema, indudablemente, es otro. 
Al igual que Carlos Marx, Luxemburgo –la "rosa roja", como le decían quienes la asesinaron– era judía. Alemana y judía. "La Rosa roja ahora también ha desaparecido,/ dónde se encuentra es desconocido./ Porque ella a los pobres la verdad ha dicho,/ los ricos del mundo la han extinguido", escribió para ella Bertolt Brecht, igualmente rojo y judío, mientras su cuerpo era buscado en todo Berlín, que ya sabía del crimen. 
Kicillof y Timerman también son hijos de la comunidad hebrea. En el caso del viceministro de Hacienda, fue el diario La Nación quien lo denunció. ¿Aunque de otra "clase", pensará Kovadloff? Y esa clase, ¿cuál es? ¿Qué variable determina su pertenencia? ¿Sólo cultural o religiosa? ¿Económica e ideológica, no? ¿Las cuatro? ¿Acaso será que se excluyen una a la otra? ¿No se enmarca en la historia, en la lucha de clases, en el tablero geopolítico, en las necesidades imperiales de última hora, el único acuerdo político factible de ser alcanzado por un Estado –el argentino– que, en este tiempo, a esta altura dura del mundo, todavía insiste con aquello de “justicia, justicia perseguirás”?

domingo, 17 de febrero de 2013

El doble discurso, otra forma de impunidad
 

Hasta muy entrado el año 2003, en la Argentina la impunidad fue política de Estado. Una ley no escrita pero consecuente. El caso más escandaloso fue la cobertura judicial y política que benefició hasta entonces a los genocidas. No en vano Jorge Rafael Videla declaró justo un año atrás que "nuestro peor momento llegó con los Kirchner".

En el medio hubo ensayos polémicos como los Juicios por la Verdad, una criatura jurídica nacida de la improbable cruza entre el perdón y las ganas de no castigar. Se trataba de un procedimiento que simulaba una investigación penal, aunque sin facultades punitorias, que se proponía averiguar el destino de los desaparecidos, señalar a los responsables, y pará de contar. Se iniciaron en 1998, y fueron el postre aliancista a la obscena impunidad servida por el menemato. Mientras los radicales quedaban bien con esos "juicios", que no mandaban a nadie a la cárcel, De la Rúa negaba las extradiciones de los genocidas solicitadas por magistrados de otros países, a cargo de las únicas investigaciones que avanzaban concreta y efectivamente, aunque no sin limitaciones y nuevas burlas. Cuando al represor Jorge Olivera lo detuvieron en Italia, el Ministerio de Justicia a cargo de Ricardo Gil Lavedra se esmeró en proporcionarles a tiempo a los abogados del genocida la documentación necesaria para que lo dejaran en libertad. Ni hablar de lo que ocurrió con Pinochet.

Los Juicios por la Verdad permitían que los acusados fueran a los tribunales sólo si tenían ganas, confesaran las torturas y crímenes, o mintieran alevosamente sobre ellos, y regresaran luego plácidamente a sus hogares. ¡Y todavía algunos pretendían que la democracia les agradeciera por los servicios prestados! Lo que les faltaba a esos simulacros penales era decisión política para convertirlos en juicios "por la Justicia", con capacidad de condenar. En algunos casos sirvieron luego como prueba, pero para eso debió arribar a la presidencia de la Nación un gobernante que inauguró una nueva política de Estado: el fin de la impunidad. Sólo Hebe de Bonafini había rechazado con todas sus fuerzas aquel engendro; el resto acompañó, incluidos muchos que hoy, contradictoriamente, torpedean el Memorándum de Entendimiento.

El acuerdo con Irán tiene puntos de comparación con aquellos Juicios por la Verdad, aunque con una diferencia no menor: en el caso de los crímenes de la dictadura, saber la "verdad" era ya un patrimonio social, cultural e histórico de los argentinos; a pesar de las políticas oficiales que buscaron el perdón y olvido, los nombres de los genocidas los sabían todos, su responsabilidad era indiscutida, y el plan sistemático de aniquilación y terror se sabía con precisión. La conciencia social sobre el genocidio significó un avance notable.

Sobre el atentado a la AMIA, en cambio, la verdad todavía se desconoce, en parte por la grosera actuación de la justicia de nuestro país, apéndice de las necesidades políticas de gobiernos anteriores a los de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. ¿O acaso nos olvidamos ya que el primer juez de la causa se encuentra fuera del Poder Judicial y bajo proceso por haber frenado pistas, plantado pruebas y fabricado declaraciones? ¿Te suena el "Fino" Palacios, Macri?

El acuerdo propuesto por el gobierno constituye la única alternativa posible para que la investigación avance lo que pueda, tras años de estancamiento y sin ninguna posibilidad concreta de progreso objetivo, a no ser un discurso florido, para el aplauso fácil, en la ONU. El historial político del kirchnerismo le da, a priori, la derecha en el intento.

A propósito, qué raro que los representantes de la comunidad judía olviden hoy que a mediados del año 2000, el parlamento israelí creó una comisión especial dedicada a investigar lo que había pasado con los desaparecidos de origen judío en la Argentina, y apoyar las acciones judiciales en curso en nuestro país, que no eran otras que las de los Juicios por la Verdad, los únicos a salvo de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Hasta vino una legisladora del partido de centroderecha Likud para concretar la decisión.

La AMIA había creado un año antes una Comisión por los Derechos Humanos, en tanto la DAIA les ofrecía por primera vez a las Abuelas de Plaza de Mayo colaborar en la búsqueda de 21 chicos de origen judío nacidos en los campos de concentración de la dictadura, todo bajo el espeso manto de impunidad y los inofensivos Juicios por la Verdad. Parecía haber comprensión de la comunidad judía a las hendijas que se abrían en el pesado muro de perdón y olvido cimentado por la justicia y el poder político argentinos. Ahora, en el caso Irán, todo lo contrario.

A quienes hoy se rasgan las vestiduras y corren por izquierda al gobierno por el acuerdo con Irán, no les pareció mal que la justicia argentina declarara que el Estado turco cometió un genocidio contra el pueblo armenio por el asesinato de un millón y medio de personas casi un siglo atrás, de acuerdo con las conclusiones arribadas en un "Juicio por la Verdad" tramitado en el juzgado federal de Norberto Oyarbide durante diez años. El fallo no derivó en ninguna condena efectiva, pero les permitirá a los demandantes de origen armenio que llevaron adelante el proceso usar ese antecedente con valor de sentencia ante otros foros internacionales. Porque la justicia no es una bonita declaración de principios, ni una carta de buenas intenciones, sino un artefacto humano, perfectible, que depende de multiplicidad de variables, entre ellas la lucha política, la correlación de fuerzas en el tablero geopolítico, y sus múltiples variaciones.

Claro: el pueblo armenio no tiene la fuerza política con que cuentan los ciudadanos del Estado de Israel. Pero las ansias de alcanzar la justicia son iguales para ambos. El viejo salmo del Antiguo Testamento que ordena perseguir la justicia para poder vivir y heredar la tierra, es un mandato que no sólo guía la vida y la historia del heroico, generoso y sabio pueblo judío. Es ya un patrimonio de toda la humanidad. Lucrar políticamente con esa necesidad humana que viene desde los siglos de más al fondo, meter en la batidora electoral el dolor de tantos muertos, de tantas familias destrozadas, y la memoria social de ese dolor, serían una traición inaceptable. Se equivocan quienes creen que podrán hacerlo. Será que no aprendieron nada de la historia de este pueblo. El argentino.

martes, 5 de febrero de 2013

 

Un fantasma recorre la argentina

 


 Atención: Axel Kicillof no es keynesiano sino marxista. Así lo afirma en el diario La Nación el periodista Ezequiel Burgos, autor del libro El Creyente, ¿quién es Axel Kicillof?, quien se tomó el peregrino trabajo de seguir las líneas de formación económica, investigación científica y estudio técnico del viceministro de Economía. 

 


 Atención: Axel Kicillof no es keynesiano sino marxista. Así lo afirma en el diario La Nación el periodista Ezequiel Burgos, autor del libro El Creyente, ¿quién es Axel Kicillof?, quien se tomó el peregrino trabajo de seguir las líneas de formación económica, investigación científica y estudio técnico del viceministro de Economía. "Cuando vos cantás que maten, ellos van y matan", decía aquel spot televisivo contra la violencia en el fútbol. Entre las constantes estigmatizaciones de la "prensa independiente" y la reacción desmedida de los tripulantes del ferry a Colonia, ¿no existirá la misma relación?

A cierta clase media-alta le molestaría menos compartir un viaje regular en barco con Alfredo Astiz que hacerlo con quien le impide cambiar por verdes dólares sus variados ingresos en negro. La derecha puede insultar groseramente a la presidenta y decir que sólo se trata de un mal chiste; una bandada de turistas for export puede hacer llorar a los hijos de un funcionario del gobierno nacional y popular cuando es descubierto solo y sin custodia, total el "periodismo objetivo" decretará al día siguiente que la intolerancia es exclusivo patrimonio de "los K". Delicias de la "libertad de expresión".
Según sostiene Burgos, el funcionario "cree, es un convencido", y si bien sabe de economía "todavía no está demostrado que sepa de política", concluye, terminante. Qué sería de este país si un marxista supiera de política y dejara de lado sus dogmas para conducirse con pragmatismo.
¿Cómo es eso de llamar "creyente" a un marxista? ¿Por qué adjetivar con un término que remite a lo religioso a un militante con altas funciones de Estado "convencido de su ciencia económica"? Si Kicillof cree que desde el Estado puede (y debe) planificarse la actividad económica, limitar el comportamiento de los mercados, priorizar algunos actores económicos por sobre otros, es porque le interesa la felicidad de los hombres ahora, el reino de los pobres en la Tierra, y no después del Purgatorio.
¿Qué diría el viejo Marx de Kicillof si el funcionario entendiera las categorías del alemán como un Padrenuestro, si obviara la filosofía de la praxis, si se comportara como un idealista y no como un materialista dialéctico? Sin dudas, que no es marxista. Burgos no puede desconocer que un buen marxista saber perfectamente que toda "verdad" política y económica tiene orígenes prácticos y un valor apenas provisional.
Si como afirma Burgos, Kicillof es crítico del Indec, entonces estará de acuerdo con la queja del Fondo Monetario. ¿O será que Christine Lagarde es marxista? Las múltiples ecuaciones del absurdo dan para todo.
En Clarín del último domingo, Van der Kooy sostiene que a la entrada de un año clave, que además será electoral, Cristina elige un "mayor encierro político e ideológico" y "se intoxica con un ideologismo que brota siempre en sus palabras, muchas veces de manera sorprendente". La derecha sabe que toda lucha política es, ante todo, ideológica, y que cuando no lo es resulta apenas una simple anécdota. Si a la filosofía del poder, si a la máquina de mandar que es el peronismo, se le suma un fuerte rasgo ideológico, guitarra vas a llorar.
Todas las filosofías –también la del "marxista" Kicillof (Dios nos libre y nos guarde)– han sido la manifestación de las íntimas contradicciones que desgarran a las sociedades del tiempo en que surgen. Un peronismo K, que resuelva por izquierda sus contradicciones internas, sus embrollos ideológicos, ibídem. He ahí la densidad, la dimensión y el sentido históricos del kircherismo. La alternativa argentina y latinoamericana de principios del siglo XXI de intentar el salto del reino de la necesidad al reino de la felicidad. No confundir: eso, mucho más que al "marxismo" extremo de Kicillof, el excesivo "ideologismo" de la presidenta, la "prepotencia" de Moreno, es a lo que tanto le teme la derecha.